por Jesús Dapena Botero (AC)
¡La pena de muerte aún existe en Japón, un país supuestamente amable, respetuoso, armónico, de un gusto exquisito!
Aunque parece ser que no tiene la actividad que tiene en los Estados Unidos de América, donde aún se desoyen los clamores de Sister Helen Prejean y muchos otros defensores de los Derechos Humanos.
El asunto, como en todos los países donde existe la pena de muerte, no deja de ser escabroso.
Bien lo decía Albert Camus en sus Reflexiones sobre la guillotina: «La sociedad procede de forma soberana a eliminar a los malvados de su entorno, como si estuviera en la primacía de la virtud…»
Afirmar en cualquier caso, que un hombre debe ser absolutamente erradicado de la sociedad porque es absolutamente malvado, es como afirmar que la sociedad es absolutamente bondadosa, y eso no se lo cree nadie que esté en su sano juicio…
Muchas leyes consideran que un crimen premeditado es mucho más grave que un crimen violento. Para que hubiera una equivalencia, la pena de muerte debería castigar al criminal que hubiera avisado a su víctima la fecha exacta en la que iba a causarle una muerte horrible y que, desde ese momento se lo tuviera confinado a su merced durante meses. No existe una monstruo de tal naturaleza en la ciudad civil.»
Pero claro que existe por parte de los gobiernos con sus condenados a muerte, basta ver la película de Tim Robbins, Dead Man Walking (1995).
Y, sin duda, es cierto que un preso durante un largo período viva bajo la amenaza cotidiana de muerte, como si tuviera encima la espada de Damocles, lo cual no deja de ser un acto cruel, inhumano y degradante, ejecutado por los Estados que la incluyen en su código penal, como bien lo señalara James Welshey.
Según Amnistía Internacional, en Japón, más de ochenta presos permanecen en espera del patíbulo y desde el 2000 se han ejecutado once presos.
Pero el ministro de Justicia budista, Sugiura Seiken parecía haberse declarado contra este tipo de sanción, aunque todavía no ha sido abolida, dado que la maquinaria legal de su país es bastante pesada y un cambio de legislación al respecto toma mucho tiempo.
Ante penalidades de este tipo cabría preguntarse:
¿Estoy de acuerdo con la pena de muerte?
Si yo fuera un condenado, ¿preferiría la cadena perpetua o la pena capital?
Pues este tipo de sanción es ampliamente apoyada por el pueblo japonés y entonces somos la gente del común las que de alguna manera sostenemos este tipo de legalidades, que no serían tan legítimas, en términos humanitarios.
Creo que entonces deberíamos apoyar la tendencia más civilizada de avanzar hacia la abolición de la pena de muerte, ya que lo que se ha visto es que su aplicación, para nada, disminuye el incremento de la delincuencia y si la condena se basa en confesiones, muchas de ellas están distorsionadas, al ser obtenidas bajo coacción psicológica o física, sin que tras la condena sean revisados para nada los expedientes del reo, se apuntala en bases muy frágiles.
Se dan entonces abusos físicos, privaciones del sueño, de la alimentación y de líquidos para calmar la sed mientras muchos de los condenados pasan, durante décadas, en el corredor de la muerte, una especie de antesala del purgatorio, a sabiendas de que ocurren ejecuciones sin previo aviso, de tal suerte que los prisioneros andan siempre con el corazón en la mano, pendientes de que ese día, que apenas se vislumbra, sea el último. Ello lleva a que estos sujetos vivan una situación de estrés permanente, intenso y prolongado, que puede llevar a un deterioro del estado emocional y mental, como pasa con el llamado fenómeno de los condenados a muerte, asunto incompatible con la Declaración del Comité de Derechos Humanos de la ONU, en sus artículo 2 y 7.
Allí, en el corredor de la muerte, los presos japoneses sufren penurias e incomunicación, bajo el peso de uno de los sistemas penitenciarios más herméticos del mundo, condenados de antemano a una existencia de zombies, de muertos en vida, desde antes de la ejecución.
De las siete de la mañana a las siete de la noche deben pasar doce horas, sentados quietos en un pequeño recinto y si se mueven, caen o se acuestan, los esbirros los obligan a sentarse de inmediato como el Sistema, para nada transparente, considera que debe ser.
Sólo les permite a los reclusos hacer ejercicio durante media hora, dos veces a la semana mientras un nuevo panóptico electrónico los vigila durante las veinticuatro horas del día, aún cuando tienen que realizar sus actividades fisiológicas.
A esto hay que sumarle que muchos de ellos están allí por acusaciones falsas, ya que, muchos de los condenados, lo han sido de una forma injusta, sometidos a pedir perdón en los juicios para recibir una sentencia menos dura, aún así no fueran culpables.
Es como si la pena de muerte hiciera parte de la cultura japonesa y que la muerte es la única forma de expiar algunos delitos.
Hace nada, apenas, un semestre, Amnistía Internacional anunciaba que ciento dos enfermos mentales japoneses estaban pendientes de ser ejecutados, con lo que se vulneraban las normas internacionales suscritas por su país, en las que se acuerda de que los enfermos mentales graves deben ser protegidos de la pena capital, en un momento de la historia en la que es bien conocido que el comportamiento delincuencial se asocia con frecuencia con muchas enfermedades mentales y que lo que se precisa es determinar el grado de responsabilidad, para dictaminar un castigo adecuado, sobretodo si vivimos en un mundo en el que la aplicación de la pena de muerte a locos o personas que se volvieron tras la condena, han sido proscritas en algunas legislaciones.
Un asunto bien grave en Japón, contra lo que protestamos los activistas de Amnistía Internacional en el 2008, es el secretismo o gran hermetismo que rodea la pena de muerte y la salud de los presos, con una falta de vigilancia por expertos independientes en Salud Mental y la complacencia de otros trabajadores de salud que pactan con el abuso del Poder.
Welshy explicaba que el Gobierno japonés no permite el acceso a los presos a los expertos en Derechos Humanos, mientras a los penados se les permite una exigua comunicación con el medio externo, llámese este familia, abogados u otras personas del entorno social y son deprivados además del acceso al aire libre y la luz del sol, a la par que se someten a castigos adicionales, con una total vulneración de las normas internacionales al respecto.
Lo que se agrava aún más cuando se traslapa a esta situación alguna tendencia xenófoba y nos cuentan que algunos reclusos extranjeros han recibido severos castigos por infracciones leves, que otros han sido víctimas de estrictos métodos de interrogatorio, aislados del mundo exterior y sin supervisión judicial ni poder contar con la ayuda médica necesaria, de tal forma que al salir del Centro de Detención de Tokio te conviertes en un desecho humano, más maltratado que un perro, hasta el punto de que las víctimas tienen la sensación de que jamás podrán olvidar aquello que les hicieron, como bien lo señalara un sujeto egipcio, al relatar que fue desnudado por los guardias, quienes le propinaron patadas en el abdomen y lo agredieron sexualmente con una porra, mientras estaba recluido en un régimen de aislamiento en 1994.
El 25 de diciembre del 2009 fueron ahorcados cuatro presos, incluido un anciano, casi inválido, quien apenas podía permanecer en pie, supuestamente para el mantenimiento del orden social.
Lo malo es que más de un 80% de los consultados en una encuesta oficial del 2007 estaban a favor de la pena de muerte, bajo el presupuesto de que ésta sea una forma disuasoria del delito y el castigo justo por un asesinato, sin que puedan asociarla a una arcaica ley del Talión, mientras sólo un 6% de la población encuestada se declara en contra de la pena de muerte de una manera abierta.
La pena de muerte no respeta el valor de la vida ni el que un delincuente haya aprendido a valorarla, al ser auspiciada por un excesivo e inmisericorde sentido conservador del orden social, que aspira a que el delincuente sufra los peores escarnios, un poco de Kant con Sade, de tal manera que la sociedad pueda liberarse de sus criminales, mientras una dura Justicia muestra una gran insensibilidad y desprecio por los Derechos Humanos de los reos. Es por ello, que los abolicionistas, tenemos que llenarnos de argumentos para defender el valor de la vida.
La aplicación de la pena de muerte en Japón es arbitraria y cruel; la mayoría de los condenados sube a la horca para ser ejecutado, sin que las familias ni sus abogados lo sepan.
Sin embargo hay una esperanza: El nuevo gobierno de Yukio Hatoyama abrirá un debate público acerca del tema de la pena de muerte, con lo que se espera que se dé una moratoria de las ejecuciones, ya que Estados Unidos de América y el Japón son los únicos países del Primer Mundo que aún mantienen la pena de muerte en su sistema legal.