¿EL FIN DE EL PROGRESO?

LOS DEBATES DEL BICENTENARIO:

POCHOCLOS y COCA o PROGRESO
por Arturo Stábile*

Una mirada sobre el abandono socio-cultural en la forma esta vez de el cine y teatro «El Progreso»

No hace tanto abundó en los medios, una noticia tal vez para muchos; la escuálida información contaba del cierre del último cine de Martínez; “el Astros”.

Inaugurado en 1933, como muchos otros cines y teatros de barrio, no pudo sobrellevar las sucesivas crisis económicas y la imposibilidad de competir contra los grandes grupos internacionales (majors) que construyeron en los shoppings, megasalas, que tienen prioridad en los estrenos de las nuevas películas-“tanques” del cine hollywoodense, dejando en desventaja a los cines de barrio (los chicos) que las reciben tres o cuatro semanas más tarde y no cuentan con la misma “escenografía”.

El cine es una de las más modernas expresiones de la cultura del entretenimiento, pero no debiese ser solo un negocio ideal para la venta de pochoclos, gaseosas gigantes y muñequitos, -salvo algunas honrosas excepciones-, lo cual lo aleja cada vez más de su costado cultural y lo reduce a un canal más de consumo.

La pregunta es porque las salas de cine y teatro, -un clásico tan infaltable en cada barrio, como las iglesias-, desaparecieron así como así. Si bien la aparición del videocasete afectó gravemente a los empresarios dueños de salas que no lograron encontrar formas de protección, aunque los cines y teatros eran una unidad de negocio que tuvieron más de seis décadas de reinado y formaron parte integral de la expresión cultural de cada época.

Más hoy, necesitamos un espacio para la oferta cultural de producción local y para que podamos competir con los contenidos monopólicos, ya que lo variopinto de la riqueza cultural está en el intercambio y en la diversidad de la oferta.

Visto desde el punto de vista de la oferta cultural y teniendo claro que el cine nacional reinó durante décadas en las pantallas de todo el mundo -y que hoy esta industria cultural esta casi desaparecida como producto artístico de exportación-, me gustaría creer que podemos hacer algo. Me encantaría pensar que vale la pena hacer algo, o, si seguiremos discurriendo en aburridos debates televisivos, en agotadores seminarios, o deliraremos en bares sobre la imperiosa necesidad de la educación y la cultura como el remedio y la única salida.

Y si cada vez que un cine y/o teatro de barrio cierre ni nos damos por enterados; o bien será que la comunidad descartó esta actividad como un transmisor cultural que le pertenece y le es afín y se conforma con llevar a sus hijos a un shopping para ver un film “americano”, hecho por actores -mitad hombres y mitad máquinas- con el balde de pochoclos en una mano y una gaseosa en la otra

¿Será entonces casual que en el reinado del consumo despersonalizado las expresiones cotidianas del comportamiento social son la violencia y el desencuentro? Para nada. Este comportamiento no está relacionado con lo que vemos, escuchamos o leemos. ¿Cuántas veces oímos hablar de estas problemáticas a importantes gentes y nada cambia.

La clase dirigente jura –y perjura- sobre la biblia su preocupación por la escasez de oferta de cultura y educación, pero cada día hacen más difícil el acceso a expresiones culturales de calidad a la gran mayoría de la población.

En muestro barrio, los cines se convirtieron en templos religiosos o en supermercados, pero queda uno. Emblemático. Uno que lucha para sobrevivir; el “Cine-Teatro El Progreso”.

“El Progreso”, -más allá de lo paradójico de su nombre-, es el reflejo del esplendor de una época muy superior en el enriquecimiento intelectual de nuestro pueblo. Y esto no se puede discutir ¿o acaso otro país de Latinoamérica tenía nuestro nivel de culturización?

Hoy, aún con los esfuerzos de algunos vecinos que con enormes sacrificios sostienen este castillo en ruinas; parece que no podrá burlar el infortunio de otros cines y teatros de barrio, víctima de promesas reiteradas de distintos funcionarios, de distintos gobiernos: El Progreso camina a pasos agigantados a la categoría de “recuerdos de mi infancia”.

Y me vuelvo a preguntar: ¿vale la pena hacer algo o dejamos que el pochoclo le gane a la cultura?

Para reabrir El Progreso solo necesitamos proponérselo a la comunidad de Lugano. A los vecinos. Es para y de ellos.

No necesitamos que ningún Ministro de Cultura nos invite un café en una entrevista, ni que ningún Jefe de Gobierno se interese por un Cine-Teatro de un barrio del sur: solo tenemos que abrir y entrar. Hacer un diagnostico del mal que lo corroe. Un relevamiento de lo que necesita para funcionar. No solo sanarlo. Embellecerlo. Dignificarlo.

Pero para eso hay que abrir sus puertas al barrio: pero no a los que lo quieren para hacer política, ni tampoco para los que lo quieren para ponerlo al servicio de los compañeros de rosca. No. Abrirlo a los vecinos y demostrar por una vez que los vecinos podemos gestionar algo por si solos.

No podemos esperar la dádiva de un estado al cuál no le importa la cultura, -y para muestra basta un Teatro Colón-, ya que de importarle “El Progreso” y/o los demás cines y teatros barriales de la ciudad: nunca hubieran cerrado.

La decisión está en cada uno de nosotros; lo abrimos con el esfuerzo de los todos los vecinos o seguimos diletando en la mesa del café o en la fila del mercado sobre cada cosa que se podría hacer y no se hace.

UNA IMAGEN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS

Marcela Suppisich es una muy joven y prometedora (vecina) documentalista que ha realizado una obra magnífica que se llama “Lugano. Capital”
Este documental tiene una imagen que explica tan gráficamente que duele, la situación de “El Progreso”. La cámara muestra su otrora orgulloso frente. La fachada gastada y las puertas de vidrio con afiches descoloridos de películas absolutamente olvidadas.

Pero la escena nos cierra el pecho de dolor cuando el lente de la cámara hace centro en el candado desbordante de cadenas y de óxido, máxima expresión de la muerte del “Progreso”

El éxtasis y la agonía. Fin

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