OLVIDAR LA PROPIA HISTORIA

El 23 de marzo se cumplieron 101 años de la creación del aeródromo de Villa Lugano, (el primero en la República Argentina y en Sudamérica) y que gracias a la inefable colaboración de la ex Ministra de Defensa y hoy Ministra de Seguridad Dra. Nilda Garré, no pudimos celebrar como dios manda, ayudada la señora claro, por el autismo de las entidades de la zona, que poco hacen para zafar de la pelea entre el Gobierno Nacional y el de la Ciudad que tanto nos perjudica a todos los habitantes de la Comuna.
En esta película berreta hay que agregar como actores de cuarta (más que de reparto) a los que se autotitulan dueños de espacios pertenecientes a toda la comunidad y que merced a nuestra contemplación budista, vemos marchitarse, (Cine El Progreso, etc.) sin hacer nada en pos de su recuperación. Nos los vecinos de Lugano‐Riachuelo vivimos en un estado cataléptico sempiterno (¿y conveniente?)
que no se ve en otro lugar de la Ciudad donde cada barrio se une para superarse en su calidad de vida, y entre otros tantos ítems; honrar y exhibir su historia local y los lugares que la construyeron.
Pero la mediocridad en la gestión
suele volverse una condena
inflexible contra sus
cultores, y por ello anhelo que
los funcionarios que todo lo
politizan pasen pronto y sean
olvidados más que pronto. Y
entonces solo nos quedará la historia que
no se puede borrar.
Y de esa historia imborrable existen fiables
cronistas, cómo Daniel Balmaceda.
Este gran historiador, pinta de maravillas
en su libro, el Centenario de 1910. Transcribiré
algunas líneas risueñas de este
trozo de historia barrial que a todos nos
toca. En 1910 con motivo del Centenario,
hubo muchos concursos y uno se denominó
“Semana de la Aviación” y durante
tres fines de semana entre el 23 de
marzo y el 6 de abril se celebró en el
Campo de Volación a cinco cuadras del
apeadero, ‐no había Estación‐, del Ferrocarril
General Belgrano en Villa Lugano.
Para ello, se construyó una pista de aviación
en el perímetro de las calles Chilavert,
Larrazabal, Roca y Lisandro De La
Torre, en un campo donado por la tabacalera
Testoni, Chiesa y CIA., acordando
con el Ingeniero Jorge Newbery, en ese
entonces directivo del incipiente
Aero Club Argentino, ‐y también un
importante funcionario municipal‐, que
sería utilizada para actividades aéreas
sea en globos o en aviones. Se construyó
una pista de dos kilómetros en forma
circular, que era lo usual hasta el
momento. El formato daba mayor seguridad
a los pilotos, dado que a los aeroplanos
con doscientos metros les alcanzaba
para subir y se alzaban escasos metros
del suelo y en caso de averías mecánicas,
descendían de inmediato y se minimizaban
los accidentes. Se construyeron ocho
hangares, un semáforo indicador para los
aviadores, la tribuna y un acceso al lugar.
Para la vanidad de los pilotos las tribunas
tenían 200 metros de largo y cuatro
gradas que albergaban a mil espectadores
sentados, más la primera fila de
palcos. Colocaron chapas de zinc en el
perímetro, para evitar que algún animal
entrara a la pista, y además, claro, por los
colados que no querían pagar la entrada,
cosa que no se logró evitar, ya que el
ingenio popular perforó las chapas y los
que no podían pagar la entrada bien
pudieron verle. Para llegar a Villa Lugano
el viaje era bastante complicado. Una
forma, era llegar a la avda. Vélez Sarsfield
y tomar luego el tren en la estación Central
Buenos Aires. La otra, era tomar el
tranvía del centro hasta Rivadavia y Lacarra,
con trasbordo allí en un trencito de trocha angosta con dos vagones. A esta formación le decían “la maquinita” y más tarde se la conoció cómo “el trende los aviadores”. Esta formación era conducida por un gaucho de bombacha, faja, camisa, sombrero y alpargatas, ‐todo en un tono negro‐, que al arribar el tranvía arengaba a los pasajeros para evitar demoras. Se paraba en Rivadavia y voceaba; “corran señores que ya sale la maquinita”. Una vez a bordo, cobraba los pasajes a los “paseantes” ya sentados en sus asientos y todo lo recaudado lo ponía en una bolsa negra. El trencito con mucho ruido y poca velocidad, encaraba la calle Murguiondo, y al cruzar esa parte, los chicos salían y gritaban ¡la maquinita!, ¡viva la maquinita!, dado que por entonces el espectáculo era tanto ver la “volación” como el trencito. Si el tren iba muy cargado, en la lomada de Cañada de Gómez y Zelarrayán, la locomotora perdía potencia. Entonces a falta de cuarteadores (jinetes a caballo que remolcaban al tranway), los pasajeros bajaban y ayudaban a empujar. La maquinita finalizaba su recorrido en el apeadero del tren Lugano, y desde allí eran cuadras de barro (si había llovido) que los fanáticos y fanáticas de los vuelos tenían que transitar, agarrados a un alambrado de la calle Larrazabal.
En la casa de los abuelos de mi
querido amigo el Dr. Roberto Hernández,
sita en Chilavert y Barros Pazos, venían
Newbery, Parravicini, Aubron, entre tantos
otros, a lavarse, quitarse el barro, y a
tomar unos regios mates, después de
haber volado sus aparatos. Más aún; el
automóvil de Jorge Newbery
(hoy en el Museo Aeronáutico),
se estacionaba en la casa ante la imposibilidad de vadear el
barrial. Aquel 23 de marzo de 1910 se inició
la Semana de la Aviación. Se hicieron
presentes autoridades nacionales y extranjeras
(les recuerdo que hablamos del
primer aerodrómo de América latina) La
multitud viajó en tranvía, tren, caballo,
sulky y en automóviles. La música la puso
la Banda de la Policía Federal, encargada
de amenizar los vuelos de las intrépidas
máquinas. (Al cumplirse el siglo no concurrieron
ni la Aeronáutica, ni la Policía,
ni los Boys Scouts: tal vez para que disfrutar
algo deberíamos haber nacido 100
años antes). Ese primer día hubo un
fuerte viento, que conspiró contra los
aviadores, realizándose el primer vuelo
alrededor de las seis de la tarde, con el
fastidio del público por el tiempo transcurrido.
Cuando el viento amainó, el pionero
fue el Ing. Emilio Aubrún. Voló tres
minutos, con dos vueltas a la pista y fue
ovacionado por el público. La bronca de
la gente volvió al rato por qué fue el
único que voló por las malas condiciones
climáticas. En previsión de otras jornadas
fastidiadas por el mal tiempo, se ideó un
sistema de banderas indicadoras a lo
largo de determinados lugares de la Ciudad.
El sistema funcionaba así: una bandera
color azul indicaba “no vayas”, una
color roja “andá” y una color blanco para
“dudoso”. Simple pero efectivo. El premio
de altura y el de velocidad los ganó
Aubrún con 112 metros en una vuelta a la pista en 2’, 8’’ y
3/5. El premio de permanencia en el aire
fue para Valletton, con 27’ y 3/5.
La volación se practicaba claro con luz
solar, y ocurrió entonces un hecho que es
un hito para la historia de la aviación
mundial. El 30 de marzo a las 21 horas,
Aubrún partió al campo los Tapiales, propiedad
del poderoso Ernesto Madero que
lo agasajó con su familia. La pista en Lugano,
cómo el campito arado en Tapiales,
estaba iluminado por el fuego de unos
tachos llenos de kerosene. Aubrún cenó y
regresó al campo de aviación a las 23
horas, siendo el primer vuelo nocturno
en la historia del mundo. Y fue aquí en mi
querido Villa Lugano. Entusiasmado con
la incipiente actividad de la aviación, ‐
otro poderoso‐, Carlos Tornquist instauró
el 13 de abril un Premio para quién
cubriese volando las localidades de Longchamps
y Villa Lugano. Un desafío
enorme, dado que abandonarían la seguridad
del conocimiento de las pistas y sus
vientos, para adentrarse en espacios
menos seguros por lo desconocido. Pero
a estos audaces nada los frenaba y el
vencedor de la prueba fue el piloto Bregi,
con un tiempo de 23 minutos, sobrevolando
Burzaco, Llavallol, Tapiales y Lugano.
Nos anoticiamos así de una bella y
poco difundida historia que hoy transcribo
con placer para “luganenses y
riachuelenses”, olvidada por los que
viven reclamando solo por una porción
de la memoria de nuestra historia, y por
la indiferencia de quienes habitamos este
pedacito del sur.

PINCHO

“Habrá que recordar. Todo. Las historias solo
viven y valen si se las recuerda. No si se las
elige. Valen las grandes y las chicas. Las
malas y las buenas. Sólo de la historia aprenderemos.
Solo ella podrá evitar que cada
tropiezo del ayer no nos sea ignoto en un
mañana.”


Nicolás Grela

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