DOS GRANDES DEL COLEGIO FÁTIMA

El tranvía se detiene frente a una colmena de precarias construcciones de chapa y ladrillo hacinadas sobre lo que un día fue la cuenca de un río, hoy cubierta de maleza, conformando un laberinto de estrechos pasillos que apenas superan el metro de anchura y que se pierden en el horizonte con un destino incierto. Las calles de tierra, cubiertas por una maraña de cables ‘enganchados’ de los postes de luz públicos, son un improvisado vertedero en el que personas y perros comparten búsqueda entre las bolsas de residuos.

La desoladora escena evidencia el contraste de Buenos Aires, una ciudad inmensa, en la que permanentemente invade la sensación de que todo puede suceder, apasionante en lo cultural y lo artístico, pero que tras su telón cosmopolita esconde la realidad de millones de personas que viven en una situación límite en barrios periféricos como Villa Soldati, donde la droga y la marginación marcan el día a día.

El tranvía abandona el andén, sobre el que descansa un grupo de niños con la mirada fija en la aguja de una vieja balanza. Su esfuerzo, tirando durante horas de pesados carros en los que recolectan chatarra, les reporta unas monedas, un mísero salario pero de vital importancia para el sostén familiar. Unos metros más allá, una moderna edificación rodeada de jardines rompe con el paisaje del barrio y aporta un oasis de esperanza en un desierto de exclusión. En la entrada cuelga un cartel que reza ‘La escuela pobre que todo me lo dio’, una frase que resume la obra a la que el Padre Leoncio ha dedicado toda su vida.

Hace más de medio siglo que este castellano y leonés abandonó su Villalpando natal, en Zamora, para cumplir con su vocación misionera, recalando en la ‘Calcuta argentina’, ya que este olvidado rincón porteño tuvo durante décadas el dudoso privilegio de ser el segundo vertedero más grande del mundo, un lastre que aún hoy condiciona su existencia, ya que la mayor parte de sus vecinos sobreviven reciclando lo que otros desprecian. Sus ojos, recién salidos del seminario, no alcanzaban para asimilar tanta miseria. “Lo que más me llamaba la atención era la cantidad de perros que había, hasta que me explicaron que durante el invierno los usaban para darse calor, como si fueran mantas”, recuerda.


Escuela sobre el lodazal

Rápidamente entendió que sólo a través de la educación podría aportar un poco de luz a tanta oscuridad en un lugar de infancias robadas por el trabajo y la exclusión. Sin más recurso que su firme voluntad, levantó una escuela de madera sobre el lodazal, tan humilde que ni siquiera logró el reconocimiento institucional. Eran épocas en las que tocaba “remangarse” en el sentido más literal, como él mismo afirma recordando los días de lluvia “en los que tenía que subirme el pantalón y cruzar a los niños en brazos porque la entrada a la escuela se inundaba”.

Aunque sus vecinos lo consideran un héroe cotidiano, el Padre Leoncio desprende una humildad que abruma y que le hace sentirse incómodo ante los elogios. Reticente a hablar del pasado, resta importancia a su papel y reparte el mérito entre los que le rodean, aunque no puede ocultar una sonrisa cómplice ante la infinidad de anécdotas que fluyen de la memoria de compañeros, profesores y alumnos, porque en Soldati, todos saben los sacrificios y las penurias que Leoncio tuvo que sortear a lo largo del camino.

Puerta por puerta, durante décadas, fue convenciendo a las familias de la importancia de escolarizar a los niños, buscó donaciones por todos los rincones y luchó contra las trabas institucionales que intentaron hacerle desistir de su empeño. Por eso, si algo destacan quienes le conocen es su voluntad inquebrantable y un carácter abierto que le permitió ganarse el reconocimiento incluso de aquellos vecinos más reacios a los postulados eclesiásticos, anteponiendo la necesidad sobre los dogmas porque “la justicia no es negociable y los derechos humanos hay que defenderlos. Anunciar el evangelio es luchar por la dignidad humana”, asevera en un tono de tranquilidad únicamente alterado por el brillo que ilumina su rostro a lo largo de interminables paseos por las instalaciones de la escuela. Es en ese momento, cuando se hace visible la recompensa a una vida de sacrificios, ya que actualmente, Nuestra Señora de Fátima, puede presumir de estar considerado uno de los mejores centros educativos de Buenos Aires, con más de 2.000 alumnos diarios y unas instalaciones inmejorables.


Droga y marginación

Villa Soldati es una bomba a punto siempre de estallar. Edificado sobre terrenos municipales ocupados, este barrio donde conviven oriundos e inmigrantes bolivianos y paraguayos que buscan una oportunidad en Argentina, sufre el azote permanente de la droga y la marginación. La única ley que impera es la de la calle y se respira una tensa calma, sensación que nadie conoce mejor que el Padre Paco.
Este misionero vallisoletano, natural de Valverde de Campos, que hace treinta años cambió la sotana por el pantalón vaquero y la comodidad de una parroquia por predicar con el ejemplo entre los más humildes, camina por el barrio con la tranquilidad que le otorga conocer el terreno que pisa. Se detiene en cada esquina para atender pacientemente el reclamo de cada vecino, sin importar la edad, actuando de padre, consejero y amigo. En los últimos años ha relevado a Leoncio en la dirección de la escuela, pero nunca se ha alejado del día a día del barrio. Conoce hasta el rincón más inhóspito, lo que posiblemente le salvó la vida aquella noche en la que sintió que un coche seguía sus pasos, teniendo que esconderse entre los inaccesibles pasillos, porque su llegada a Soldati, mediada la década de los setenta, coincidió con la etapa más siniestra de la historia argentina: la dictadura militar.

El gobierno de facto impuso un régimen de terror que incluyó la desaparición de miles de personas. Entre los perseguidos se encontraban los denominados “curas villeros”, un movimiento del que Paco era parte activa. “Simplemente éramos curas que trabajábamos en los barrios más pobres, algunos con más implicación política y otros menos, pero lo que nadie puede negar era el compromiso que teníamos con el prójimo”, matiza con firmeza. Sin embargo, su implicación con los más desfavorecidos chocaba frontalmente con los planes de la dictadura. No tardaron en aparecer militares en las misas dominicales para controlar los sermones, ni desgraciadamente, los primeros compañeros desaparecidos. Una presión insostenible, que acabó provocando que la congregación, pese a la negativa del Padre Paco, decidiera otro destino para su vida.

Lo que en principio era un adiós terminó convirtiéndose en un ida y vuelta con escala en España, que se repitió durante la década de los noventa, hasta que finalmente regresó de manera definitiva en el 2008, encontrándose un barrio “que dentro de la pobreza ahora tiene más dinero, pero más miseria moral porque se ha degradado el trato humano”.
Aunque el alcantarillado o el asfalto aún son quimeras en Soldati, la labor de los misioneros castellanos y leoneses ha reportado innumerables frutos al barrio, como la mejora en los servicios públicos. Ambos son los primeros en arrimar el hombro cuando un proyecto comunal lo requiere, conscientes de que la realidad obliga a priorizar el fin sobre algunos medios. Por ello, Paco reconoce sin rubor que la parroquia que construyó con el apoyo de los vecinos se encuentra en terrenos ocupados, “pero el día que no haya más pobreza no tengo problema en donarla para que el gobierno haga una oficina de turismo o un salón de fiestas”, señala con ironía antes de que Cristian, un adolescente que refleja en su rostro los excesos de una vida demasiado dura, le devuelva a la cruda realidad entre sollozos, pidiéndole perdón por haber recaído en el infierno de la droga. “En este lugar, la principal enseñanza que tuve fue aprender a convivir con el fracaso. Hay que acompañar y contener, sin dejar de luchar, pero asumiendo los límites que todas las personas tenemos”, confiesa.

La tarde cae y el último tranvía anuncia su salida. Sobre el andén, el mismo grupo de niños de la mañana prepara sus carros para empezar otra inhumana jornada. El esfuerzo de Leoncio y Paco ha transformado en sueños la pesadilla de varias generaciones y quizá logré el ‘milagro’ de que en un futuro próximo ellos también tengan la oportunidad de que se “les valore por lo que son y no por lo que tienen”.

Lejos quedan los duros inicios de Nuestra Señora de Fátima. Lo que empezó como una precaria escuela, gracias a la labor de los misioneros castellanos y leoneses ha acabado convirtiéndose en uno de los mejores centros educativos de Buenos Aires. Más de dos mil alumnos cursan diariamente en unas instalaciones inmejorables que reportan un soplo de aire fresco al problema de hacinamiento de Soldati. “Hay niños que comparten habitación con seis o siete familiares y eso genera un clima de violencia contenida. Aquí en la escuela procuramos disponer de espacios amplios y aulas soleadas porque ayuda mucho en la contención”, aclara con orgullo Alba Zapata, docente de la escuela. Además, el centro cuenta con comedor (fue pionero en implantar la jornada completa), aulas de informática, capilla y talleres donde imparte el grado terciario (equivalente a Formación Profesional) para facilitar la inserción laboral. Una educación integral y un ejemplo a seguir.

El Padre Leoncio nunca descansa. Después de delegar la dirección de la escuela centra su esfuerzo en un nuevo proyecto, los hogares para mujeres en situación de riesgo. Está dirigido a víctimas de abusos, violencia o de familias desestructuradas, que encuentran en este lugar ayuda para afrontar su situación. Se trata de un centenar de niñas y adolescentes que habitan en viviendas con todas las comodidades, asistidas por una educadora. “Es lo más parecido a una familia aunque sin querer sustituir las figuras del padre y la madre, porque eso es irremplazable. Aquí encuentran apoyo, cariño, comprensión y, sobre todo, se ayudan mucho entre ellas”, señala el misionero.

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