Cuando era tan pequeño que apenas alcanzaba a “asomarme” al borde de la mesa, armaba los castillos de mi imaginación, con algún mazo de naipes que mi viejo había olvidado depositado sobre la misma. Cuando conseguía “colocar” la última carta, ya subido a un “banquito”, me convertía en un “todopoderoso” capaz de conseguir lo imposible. Sin embargo, me desconsolaba cuando el mismo se derrumbaba ante mis ojos, ante la más leve brisa, o el soplido caprichoso de algún amiguito contra cuya humanidad acometía, para descargar “mi furia”. Transcurridos unos minutos, me daba cuenta que apenas se trataba de “un juego”, de un simple juego de naipes, predestinados a “derrumbarse”. Entonces me abrazaba a ese amiguito, le pedía perdón, Y daba gracias a Dios por “esa brisa” que me ayudaba a respirar, y acariciaba mis todavía cabellos enrulados.
Pasaron muchos años…demasiados, y demasiado rápidamente. Mis viejos queridos que ya no están, tampoco aquellos primeros maestros que recuerdo con inmenso cariño y gratitud. Fueron los encargados de colocar los cimientos que harían posible no me derrumbara como ese castillo de naipes de la añoranza.
Para qué extenderme, ¿verdad?. Ya no soy un niño; ya no soy pequeño; ya no peleo con mis amigos por nimiedades; ya tengo hijos, una nieta, y estoy transitando esa suerte de “yapa” que me concede la vida; esa vida que pasa tan vertiginosamente, tan fugazmente, y cuyo curso pretendemos detener al amparo de lo efímero.
Ya no me hace feliz el sobrevivir en la Ciudad de Buenos Aires. Ya no me hace feliz sobrevivir en mi Argentina. Todos esos hombres probos, bien inspirados, honorables que conocí, forman parte del recuerdo. Hoy, mi Ciudad y mi Argentina, ha quedado a manos de mal inspirados, deshonestos, miserables, despreciables, tan solo animados por el apetito insaciable y voraz, cualquiera sea el costo que por ello deban pagar sus semejantes; un costo que incluye la propia vida…la propia muerte. Mi Ciudad y mi Argentina, caen como si se tratara de ese mazo de naipes. ¿La diferencia?. Aquel se recomponía igualmente a través de las manos pequeñas de un niño. Este otro Castillo, demandará muchas décadas recomponer, en tanto la razón, la cordura, la sensatez, y por sobre todo los bien nacidos, sean capaces de desalojar a la más asquerosa runfla execrable que además, cala nuestra dignidad.
“No solo los menesterosos han perdido la condición humana; también aquellos que aferrados al poder, carecen de la capacidad de percibir la intangibilidad del alma”.
Ricardo Jorge Pareja