COQUETEO CON LA MUERTE EN BRASIL

Ocurrió en la tarde del viernes 23/04/1982. Quien estaba sentado del lado izquierdo del avión se llevó un gran susto: apareció un avión militar, bien armado y con pintura de camuflaje, junto al ala del DC-10, de Varig. Fue por poco tiempo, el suficiente como para causar confusión. De repente, el avión dio un giro y desapareció. La perplejidad fue suficiente para animar la conversación a bordo hasta el final del viaje Johannesburgo – Río de Janeiro.

A desembarcar en el aeropuerto do Galeão, alrededor de las 19:30, cada pasajero tenía una breve historia para contar. Uno de ellos era Leonel Brizola, entonces candidato a gobernador de Río de Janeiro, personaje clave de la oposición política al gobierno cívico-militar en retirada.

«Se podía ver el perfil del piloto (del jet militar)», le dijo a O Globo en aquel momento. Brizola y sus compañeros de viaje no podían imaginar que acababan de vivir un coqueteo con la muerte.

Cuando el DC-10 fue capturado en la pantalla del radar de la flota británica, los buques navegaban a 2.000 kilómetros de distancia de las playas de Río, avanzando en dirección al archipiélago de Malvinas, invadido por tropas argentinas 3 semanas antes.

El almirante John Forster Woodward, apodado ‘Sandy’, encabezaba una operación de riesgo, a 13.000 kilómetros de las bases europeas, y limitada por el comienzo del invierno polar. Además, limitada en el tiempo, debido a que el gobierno de la 1ra. ministra Margaret Thatcher no sobreviviría si la misión resultaba un fiasco o un «viaje inútil a ninguna parte» –en la definición de la Oficina de Inteligencia del Departamento de Estado de USA-.

4 días antes la escuadra había dejado la base de la isla de Ascensão, a la altura de Pernambuco, y era a menudo sobrevolada por un Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas. Toda la estrategia de defensa de la Junta Militar argentina dependía de ubicar los buques británicos para las estimaciones de la fecha probable de llegada de la flota a la zona de combate.

Incómodo con las misiones de «reconocimiento», Woodward solicitó cambios en las reglas de interceptación. Hasta entonces, dependía de la autorización expresa de Londres para abrir fuego contra los aviones considerados «amenazas» fuera de la «zona de exclusión aérea», a pesar de que estuvieran desarmados. Recibió autonomía el jueves 22/04, cuando el secretario de Defensa, John Nott, anunció cambios en el sistema de «alerta de defensa» de la flota, bajo el argumento de que la flota ya estaba al alcance de la Fuerza Aérea Argentina.

En la mañana del viernes 23/04/1982, un Boeing 707 de la Aerolínea surgió en los radares, y desapareció, indican los registros recogidos por el historiador militar británico Rupert Allason, cuyos libros están firmados con el seudónimo de Nigel West.

Por la tarde, otra alarma: un avión sospechoso a 340 kilómetros de distancia, 10.000 metros de altitud, a unos 700 kilómetros por hora. El momento no podría ser peor, describió Woodward en sus memorias, ya que el portaaviones Hermes estaba en medio de la recarga de combustible. Se preparó el lanzamiento de misiles.

En ese contexto, un caza Harrier se acercó al ‘objetivo’… que resultó brasilero. Llegó por detrás, pasó por encima, quedó al frente, fue para la izquierda, colocó un guiño y desapareció sin responder a los intentos de contacto del comandante del DC-10, Manoel Mendes, tal como él mismo informó a los pasajeros curiosos, segun dijo Leonel Brizola y el entonces diputado de Maranhão, Neiva Moreira.

El piloto del caza confirmó el ‘blanco’ como una avión comercial regular de la compañía brasileña Varig, en un vuelo de rutina y con las luces de la cabina debidamente prendidas. Woodward estimó que pasaron 30 segundos y Allason (West) cree que fueron 20 segundos el intervalo entre el reconocimiento de parte del Harrier y la orden de abortar el ataque. A bordo del DC-10 de Varig, 188 personas no lo sabían, pero durante esa fracción de tiempo coquetearon con la muerte. Y el comandante Woodward escapó de un error que, sin duda, habría cambiado la historia de la guerra en el Atlántico Sur.

Lejos de allí, en el aeropuerto de Ezeiza, en Ciudad de Buenos Aires, desembarcaron los últimos militares argentinos provenientes de América Central. Desde 1980, la Argentina participaba en el plan de acción militar del gobierno de Ronald Reagan contra la «amenaza comunista» en el eje El Salvador, Honduras y Nicaragua.

Cuando las islas Malvinas fueron invadidas el 02/04/1982, el gobierno del general Leopoldo Galtieri mantenía 180 funcionarios civiles y militares en operaciones encubiertas contra las guerrillas de América Central. La participación argentina había sido negociada por el coronel Vernon Walters, ex director de la CIA y era coordinada por el embajador John Negroponte, en Honduras, con ayuda del coronel Oliver North en Washington.

Bajo el manto de la Guerra Fría, Reagan hizo una alianza con la dictadura militar argentina, ferozmente anticomunista. Reagan obtuvo una fuerza antiguerrillera auxiliar -inmune a la legislación de USA sobre derechos humanos- para organizar unidades como el ‘Batallón 316’, un escuadrón de la muerte, con una historia de asesinatos, tráfico de armas y drogas (para financiar la compra de armas). Los agentes argentinos participaban activamente.

Esa fue una de las razones por las cuales la Junta Militar argentina se creía «aliada estratégica» de USA. Y apostó por el apoyo estadounidense para «neutralizar» la reacción de Gran Bretaña a la invasión de las Malvinas.

5 meses antes, el general Leopoldo Fortunato Galtieri trató de profundizar esa alianza. En noviembre de 1981 él concurrió a una reunión de jefes de Ejércitos del continente, en Washington DC, donde presentó la propuesta de una fuerza «interamericana» para ampliar la intervención militar en América Central.

El gobierno de Reagan adhirió, pero fue Brasilia quien colocó una lápida a esa idea (en papeles internos, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil la definió como la «controversia no publicitada» en las relaciones con la Argentina).
A causa de la crisis que provocó la invasión militar de las Malvinas, USA recordó que su prioridad y compromiso era la alianza militar con el Reino Unido. La Junta Militar argentina reaccionó y retiró sus efectivos de América Central.

En Brasilia, esa decisión fue interpretada por el Consejo de Seguridad Nacional (CSN) como la evidencia de una crisis entre Washington y Buenos Aires, que se traduciría en una valorización «del peso específico de la posición brasileña en el continente».

En uno de los análisis enviados al Presidente de la República, general João Figueiredo, en abril, el CSN consideró que al gobierno de Galtieri sólo le quedaba una alternativa: «Buscar un acercamiento mayor con Brasil en todos los planos».

Y, para el gobierno de Reagan -agregó- «si antes la posición brasileña ya era considerada esencial (en América Latina), ahora la imposibilidad de asegurar el apoyo argentino lo volverá indispensable».

Engaños argentinos

En la tarde del jueves 01/04/1982, la embajada de Brasil en Ciudad de Buenos Aires envió un mensaje al Ministerio de Relaciones Exteriores, en Brasilia.

El telegrama se refería a la crisis diplomática entre la Argentina y el Reino Unido, que crecía desde marzo y que había motivado una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

En una docena de líneas, el entonces embajador Carlos Frederico Duarte relató la conmemoración de la noche anterior por el 18 aniversario del golpe cívico-militar de 1964 en Brasil. Y grabó su homenaje a la administración local con la entrega -«en una ceremonia solemne»– de las principales insignias del Ejército y de la Armada brasileña a 6 oficiales argentinos.

4 de los condecorados por el embajador fueron condenados recientemente por secuestros de bebés recién nacidos, hijos de presos políticos, tortura, asesinatos y robo de propiedades de los detenidos. Ellos son: almirante Juan Lombardo (Mérito Naval brasileño); general de división Juan Ricardo Trimarco (Mérito Militar), y los coroneles Mario Davico y Ángel Gómez Pola (medallas por Acción por la Paz).

El telegrama fue recibido en el Ministerio de Relaciones Exteriores a las 18:00, cuando, a miles de kilómetros de distancia, los marines Diego García Quiroga y Jacinto Eliseo Batista, en uniformes de combate y caras pintadas con grasa, repasaban mapas y fotografías de objetivos considerados estratégicos para los comandos de asalto. Quiroga viajaba escondido en un submarino. Batista se deslizaba en la superficie del Atlántico Sur a bordo de una fragata.

Detrás de ellos venían 40 buques, con los miles de soldados argentinos movilizados en todo el país y embarcados en las bases de Puerto Belgrano y Ushuaia, en el sur. La flota avanzaba rápidamente hacia un archipiélago a 500 kilómetros de tierra firme.

Cuando terminó la cena alrededor de 22:30 de aquel jueves, el embajador brasileño recibió una llamada del canciller argentino, Nicanor Costa Méndez. El diálogo fue segun el estándar diplomático para esas formalidades, excepto por un detalle: Costa Méndez advirtió que al día siguiente debería haber «alguna novedad» sobre la crisis diplomática con el Reino Unido. «Probablemente», dijo, «algún enfrentamiento en el ámbito del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas».

Duarte anotó y pidió ser informado «acerca de la evolución».

Él no lo sabía pero, a medida que escuchaba a Costa Méndez hablar con con Duarte, el presidente de la República Argentina, el general Leopoldo Galtieri, hablaba por teléfono con el presidente de USA, Ronald Reagan, quien trataba de hacerlo retroceder con la invasión de las Malvinas, sin éxito.

Duarte tampoco sabía que, mediante la entrega de una insignia de la Marina brasileña al almirante Juan José Lombardo, había condecorado el comandante del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur, nombrado en secreto 3 meses antes.

El embajador colgó el teléfono y compartió sus impresiones con su principal consejero, el diplomático Luiz Mattoso Amado Maia.
Antes de dormir, enviaron otro telegrama a Brasilia comentando «el tono alarmista» de la prensa argentina en relación a la crisis. Hasta el final de sus carreras, Duarte y Maia no se dieron cuenta que habían sido engañados por el gobierno argentino, y sobre todo por Costa Méndez. El canciller estuvo directamente involucrado en el plan de invasión desde que asumió el cargo en diciembre de 1981. Y alentó a la Junta a anticipar el «Día D», originalmente previsto para mayo.

El embajador se fue a dormir cuando la Argentina entraba en una guerra con el Reino Unido.

Al fin de aquella noche, el ministro brasileño de Relaciones Exteriores, Ramiro Saraiva Guerreiro, llegó a Nueva York. Venía de China y, exhausto, se fue a dormir. Se despertó en la mañana del viernes 02/04/1982, con el ayudante Bernardo Pericás golpeandole la puerta para avisarle que los periodistas los esperaban en el hall del hotel.

«Hablaré en Brasil», murmuró, imaginando que el asunto era su viaje a China.

«No, ministro», dijo el asesor, «quieren hablar ya con usted, porque la Argentina invadió las Malvinas».

A los 64 años, Guerreiro se volvió profesional del cálculo político. Él odiaba las sorpresas, y nunca sorprendía. Hasta hablaba en un tono monótono e incluso parecía estar dormido durante los propios discursos. Sumaba 3 décadas de experiencia en la diplomacia con la sagacidad adquirida en el trabajo de comisario de policía en el área de Mangue, área de efervescente prostitución en Río de Janeiro a finales de los años ’30. Ahora, estaba allí, «de ropa de entrecasa» en una habitación de hotel –tal como lo registró en sus memorias- absolutamente sorprendido, atónito e incrédulo. «¡Es una locura!», se desahogó.

Se vistió y bajó e improvisó:

1. Desde 1833, en días del Imperio, Brasil apoyaba el reclamo de soberanía de la Argentina sobre el archipiélago.

2. Siempre Brasil apostó a una solución pacífica del problema, pero frente a la ocupación de las islas sólo se puede esperar que la situación no empeore aún más.

La declaración resultaba prudente, apuntaba coherencia histórica en el apoyo, contenía una velada crítica a la invasión y mostraba un sentido de oportunidad en la crisis. El presidente Joao Figueiredo, molesto porque también se enteró de la invasión por los diarios, decidió que ese sería el marco político de las acciones del gobierno brasielño en la crisis.

Guerreiro, quien tenía lazos de parentesco con el Nº2 del Gobierno brasileño, Octavio Medeiros, jefe del Servicio Nacional de Informaciones (SNI), coincidía con Figueiredo en calificar como «privilegiada» la relación con la Argentina. Sobraban razones. Por ejemplo, ya habían superado la parálisis sobre el uso de la energía hidroeléctrica de la Cuenca del Plata, haciendo viable la represa de Itaipu, en las etapas finales de construcción. Por otra parte, avanzaban en negociaciones sobre un acuerdo nuclear.

El enfrentamiento con el Reino Unido se volvía irreversible y la diplomacia comenzó a caminar por el filo de la navaja: Brasil no podría estar en riesgo de aislamiento continental, dando la impresión de apoyaba al Reino Unido… porque no lo apoyaba, aunque evitaba, a la vez, un alineamiento incondicional con la Argentina.

Existía el temor de una conflagración general en América del Sur, si los británicos atacaban las bases argentinas en el continente.

Y, por las informaciones consolidadas en el Consejo de Seguridad Nacional, no había lugar para retroceder dentro de la Junta Militar argentina. Un gesto de flexibilidad del general Galtieri podría ser percibido como «debilidad» –decía uno de los análisis–, abriendo camino para el intento de golpe de parte de la Armada en la Junta, “sustituyendo al Ejército”.

Al llegar a Brasilia, el viernes 03/04/1982, el canciller Guerreiro recibió una petición inusual: redactar el «pensamiento del señor Presidente» para «información a los ministros», incluidos los del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. Escribió una serie de recomendaciones. Una de ellas: evitar «declaraciones de parte de las autoridades militares». Figueiredo aceptó.

N. de la R.: El resultado fue concentrar el manejo de la crisis en la Cancillería brasileña, desmilitarizando el punto de vista del conflicto.

Fuente: O Globo

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