Juicios por corrupción en Argentina y Brasil

Infinidad de políticos latinoamericanos han postulado que su ideal es el ex presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. No es poco, fue el responsable de transformar la economía de su país y posicionarla como la sexta potencia mundial.

Vale reconocer que la actual presidenta Dilma Rousseff continuó su tarea. Sin embargo el legado fundamental de Lula no es el resultado macroeconómico. Por lo menos, no sólo eso. Además hay que ponderar el cambio cualitativo, para mejor (siempre es necesario aclarar ese detalle cuando se habla de Latinoamérica), que vivió gran parte de la sociedad brasilera. Uno de los aspectos que suelen olvidar dirigentes e intelectuales de derecha cuando aplauden la trama conceptual del ex presidente. Tampoco reconocen la inestimable ayuda que proporciona tener en las espaldas una de las industrias más importantes del mundo, de la mano de una política social consecuente con las mayorías. ¿Por qué tanta introducción sobre temas tan conocidos?

Porque el líder que hoy se parece más a Lula es, nada más ni nada menos, Fernando de la Rúa. La justicia argentina y brasilera, iniciaron sendos juicios por corrupción generalizada durante sus mandatos. Uno, el argentino, forma parte de los acusados; el otro, el brasilero, fue señalado por el ex diputado Roberto Jefferson (responsable de que las sospechas de corrupción se hicieran públicas luego de denunciar en la prensa el pago de mensualidades a diputados a cambio de votar propuestas del Ejecutivo) como el máximo responsable y quien dió la orden para sobornar.  Esto, que parece una ironía del destino  o de la política, nos obliga a un posicionamiento extraordinario.

Como nunca en 200 años de historia, las políticas de Estado de la última década en América del Sur han comenzado a responder a las necesidades y exigencias de las capas populares. Todos los países, en mayor o menor medida y en el mismo lapso de tiempo, sostuvieron un crecimiento excepcional que, también por única vez en la historia, logró modificar sustancialmente el nivel de vida de millones de personas.

Es difícil establecer cuáles serían las variables destacadas para analizar dicha analogía, dado que bien podríamos suspender nuestra mirada en el hecho de ambas gestiones enfrentan procesos judiciales equivalentes. Sin ir más lejos, la causa madre es la misma: compra de votos a legisladores aliados o de la oposición. Pero también existen los grises. Desde una posición idealista, la corrupción es nefasta sea por derecha o por izquierda. Igual resultado se obtiene cuando se piensa el daño institucional. Así y todo, el recorrido histórico de los involucrados nos fuerza a situar la corrupción en el contexto que se desarrolló para luego finalizar con una pregunta incómoda.

Fernando de la Rúa dejó el poder por la puerta de atrás, literalmente, cuando un levantamiento popular puso fin al experimento neoliberal en Argentina. Las consecuencias de continuar con las políticas económicas de Menem fueron: un 50% de desocupación o subocupación, 25% de indigencia, destrucción de todo el aparto productivo, recesión de años, corralito, y finalizó asesinando manifestantes en todo el país entre los días 19 y 20 de diciembre de 2001.

Lula, en cambio, logró durante su gestión reducir la pobreza estructural de Brasil de 21,1% a 10,5%; aumentó la participación de los asalariados de 31% al 35% del PBI; redujo el índice de desigualdad (Gini) del 0,596 al 0,561; amplió la cobertura médica pública de 60 millones de personas a 100 millones; creó 15 nuevas universidades federales y 117 centros de enseñanza superior, representa un aumento de 117.000 a 200.000 vacantes anuales; con el Programa Bolsa Familia alcanzó a 12,6 millones de familias; propició también una reforma agraria, que amplió la cobertura de 11,4 a 67,73 millones de hectáreas aplicadas.

Las diferencias en las políticas aplicadas son notables, mucho más cuando pensamos que el ex presidente argentino está acusado de sobornar a propios y extraños para votar la famosa flexibilización laboral.

Si aceptamos que ambos gobiernos fueron igualmente corruptos y merecen el mayor castigo y repudio social, los resultados sociales y económicos tan disímiles nos obligan, como dijimos al principio, a redefinir nuevamente la incidencia de la corrupción en los efectos sociales que genera. De todos modos, también es válido pensar que el mal institucional provocado por la falta de fiscalización de la justicia en las prácticas políticas es un daño a largo plazo. Sin embargo, es necesario afirmar nuevamente que 200 años de historia latinoamericana demuestran que con un cambio de políticas sociales y económicas se alcanzan resultados totalmente opuestos. El único problema pendiente, y aquí está la pregunta incómoda, es: al nivel social, la elevada corrupción de los gobiernos que posibilitan e implementan dichos cambios, ¿no socava su representación social y permanencia dejando el campo libre para el retorno al poder de las políticas tradicionales, es decir supeditadas a las potencias internacionales, también profundamente corruptas, mafiosas y obscenas, y cuyos resultados ya son harto conocidos?

En Argentina, una gestión está sospechada de volar, literalmente, un pueblo para exportar ilegalmente armas a Croacia y Ecuador. Cuantitativamente, las supuestas negociaciones realizadas por el vicepresidente Boudou, incompatibles con su cargo, son exageradamente inferiores. Cualitativamente, es decir en puros términos judiciales, sigue siendo corrupción. ¿No sería esperable que la sociedad argentina juzgue con la misma vara a quien, dentro de la función pública, utiliza su cargo para enriquecerse ilícitamente sin importar la causa? Por lo tanto debemos reconocer que, si bien la corrupción no explica los resultados económicos y sociales, sí determina que por el desencanto popular ante posibles crisis internacionales el poder termine en manos de quienes ya sabemos para qué lo desean. En este caso, los gobiernos progresistas que no practican decididamente una intolerancia, manifiesta y en acciones, contra la corrupción le están haciendo el juego a la derecha. Mientras los resultados económicos sean positivos para las mayorías se puede pensar que existe un margen, pero los buenos resultados dentro del capitalismo no son eternos, cualquiera sea su modelo.   

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