por Laura M. López Murillo*
“Ser padre o madre es el mayor acto de coraje que alguien puede tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor,
principalmente el de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo de perder algo tan amado.”
José Saramago
En algún lugar genético, entre los rasgos trazados durante la evolución, inmersa en las fibras más sensibles de los progenitores, perdura una habilidad extraordinaria que le confiere a los anhelos la consistencia de las convicciones…
Durante la Modernidad, la función de los padres se adaptó a los paradigmas de un entorno cambiante y esquivo. Cuando la mujer se incorporó al sector productivo por las exigencias de un mundo bélico se transformó la configuración de hogar. Cuando se derrumbaron las fronteras y el mercado se erigió como el dogma social, el hogar encontró el sustento en ciudades y países lejanos. La madre trabajadora y el padre ausente han sido las figuras paradigmáticas en los hogares posmodernos.
Y justamente ahora, cuando se celebra a los padres, es imperativo reconocer que los atributos de la maternidad y de la paternidad se han transformado en épocas críticas y que los hogares funcionan en condiciones distintas, no mejores ni peores, simplemente diferentes. ¿Yo?… le confieso que prefiero celebrar la paternidad: porque la crianza y la formación de los hijos es una responsabilidad que excede las cuestiones de género. Una madre en la posmodernidad cumple también con las funciones del padre y viceversa.
La gran mayoría de los hogares en la aldea global son monoparentales: ya sea por decisión de la madre, por el divorcio o por la ubicación de la fuente del sustento, circunstancia que arrebata al padre del terruño. La paternidad debe entenderse como el compromiso moral que asumen los progenitores para formar a los hijos y convertirlos en personas independientes, capacitándolos para buscar la felicidad. Ser padre y/o madre implica asumir las características del ejemplo con que se pretende educar a los hijos, enfrentar las vicisitudes del destino, soportar las exigencias del trabajo, compensar ausencias y endulzar lejanías.Esta función, que excede los atributos tradicionales del género, implica el respeto a la individualidad de los hijos, como seres únicos e irrepetibles con sueños y aspiraciones propias.
La misión de los padres culmina cuando los hijos encuentran el sendero que los conduce a su realización plena como seres humanos, cuando encuentran la felicidad. Y entonces, la única compensación, la más valorada y apreciada consiste en tres palabras: “te quiero papá/mamá”, que expresadas en el momento oportuno y con la dosis exacta de agradecimiento compensan todos los afanes, desvelos, angustias, sacrificios y ausencias, colmando de satisfacción todos los anhelos…
*Laura M. López Murillo es Licenciada en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos, Especializada en Literatura en el Itesm.