MURIÓ ALFREDO ALCÓN

A los 84 años, falleció uno de los más grandes actores de la historia

EL MÁS GRANDE, LEJOS Y POR SIEMPRE

el más grande, lejos

Su nombre real -curiosidad-, sonaba más grandilocuente que su nombre artístico: Alfredo Félix Alcón Riesco, tal el verdadero nombre de Alfredo Alcón, falleció este viernes (11/04) a las 5:00 en su casa, donde se recuperaba de una cirugía, tras sufrir una complicación respiratoria. La noticia de su deceso la confirmó su amigo personal Jorge Vitti. Alcón protagonizó más de 40 largometrajes. Él había nacido el 03/03/1930 en el barrio porteño de Liniers y fue criado entre ese barrio porteño y Ciudadela (Partido de Tres de Febrero, en Provincia de Buenos Aires).Su primera película fue «El amor nunca muere» de 1955.

Como actor de teatro él representó personajes de William Shakespeare, Federico García Lorca, Arthur Miller, Tennessee Williams, Henrik Ibsen, Eugene O’Neill y Samuel Beckett. Alcón también fue uno de los protagonistas de la película más taquillera de toda la historia del cine argentino, Nazareno Cruz y el lobo (1975), de Leonardo Favio. Es destacable además por haber protagonizado la aclamada Los inocentes (1964), de Juan Antonio Bardem. Este trabajo le permitió incursionar en el cine español, siendo uno de sus más recordados papeles el que interpretó en “La ciudad sin límites” (2002), película de Antonio Hernández ganadora de dos Premios Goya. Incursionó asimismo, y con éxito de crítica y público, en el teatro español así como también en la televisión de España.

El teatro, donde fue su lugar por excelencia, brilló con obras como Final de partida, Filosofía de vida, Los Reyes de la Risa, Rey Lear, Muerte de un viajante, Enrique IV, El gran regreso, Las variaciones Goldberg, Edipo, La tempestad y Los caminos de Federico.

LA ENTREVISTA DE HUGO CALIGARIS PARA LA REVISTA ADN de LA NACIÓN:

«MI TEORIA ES QUE DOY LASTIMA…” “EL TEATRO SE HA TRANSFORMADO EN UNA COSA CIVILIZADA, MUY CORRECTA”, AFIRMA

Dice que ni siquiera hoy, después de tantas décadas de aplausos, puede controlar su timidez; tiene la certeza de que fueron los otros los que hicieron de él lo que es.

Hay un papel que Alfredo Alcón interpreta como nadie: el del entrevistado. Dado que sabiamente decidió hace ya mucho tiempo no hablar de su vida personal, fabrico un personaje para los periodistas: un actor tímido, que se muere de miedo cada vez que sale a escena, que trató incluso de matarse cuando fue descalificado por algún crítico y que, en general, considera que los demás esperaron más de él que el mismo y que tanto esperaron que consiguieron transformarlo en Alfredo Alcón, el primer actor argentino. Lo de primero no lo dice el, pero se deduce de cualquier enumeración, por incompleta que sea, de las obras, películas y programas de TV que ha protagonizado, de sus premios, que son legión, y, entre otras cosas, de su electrizante carrera teatral en España. Actúa tan bien Alcón que el periodista no puede menos que entregarse y creerle. Por cierto, entre línea y línea de su papel dudosamente auto conmiserativo se cuelan datos muy interesantes: su relación con el director Leopoldo Torre Nilsson, con Francisco Petrone, Armando Discépolo, Delia Garces, Antonio Cunill Cabanellas: es decir, las personas que de tanto insistir lograron que llegara a ser algo.

-¿Tuvo vocación de actor desde pequeño?
-De chico tenía una inexplicable conducta a la hora de la siesta. Me iba a la azotea de mi casa, en Ciudadela, y hacia una especie de ceremonia, sobre todo si encontraba algún bichito, una abeja muerta… Sé que esto es pan para los psicoanalistas. Pueden interpretarlo como quieran. Ponía el bichito sobre una piedrita. Si había una sábana secándose al sol, me disfrazaba y hacia una especie de ritual fúnebre. Duraba poco, porque siempre mi abuela me estaba buscando. «¿Dónde está el niño…?» Cuando yo le veía el pelo asomándose por la escalera, largaba todo. Después me iba a jugar a la pelota con mis amigos.

-¿Había algún artista en su familia?
-No, ninguno. Aquello salía de la nada. Esos actos solo para mí mismo fueron un oscuro inicio de mi carrera. ¿Porque yo hacía eso? Es un misterio. Tengo la sensación de que si uno trata de descifrar el sentido de algunas cosas que hizo, se le deshacen en la mano. Buscarle sentido a todo hace que se falsee lo vivido. Son impulsos de la naturaleza de cada uno.

-¿Uno modifica el pasado al recordarlo?
-El recuerdo es una obra literaria. No se puede saber exactamente como era uno en otro momento de su vida, porque uno ya no es más aquello que era.

-¿Cuál es su primer recuerdo en relación con el teatro?
-Cuando mis abuelos me llevaron a ver a Carmen Amaya, que era una gran bailarina flamenca. Catalana, pero de estirpe gitana. Yo estaba en un palco y se me dio por mirar a la platea. La gente parecía espantada. Oscuramente, y no con las palabras que estoy diciendo ahora, me dije que aquello era distinto de todo lo que yo había visto hasta el momento. Yo ya había ido al teatro otras veces, y la gente estaba muy cómoda y tranquila en sus butacas, distanciada de lo que ocurría en escena. Aquí estaban todos salidos de ellos mismos, como si estuvieran viviendo un terremoto, una catástrofe. El baile flamenco me parecía bello, pero terrible. Y lo más presente era lo profundo, lo negro, lo trágico. Carmen Amaya no era una mujer bella, sobre todo para los cánones de la época. Era bajita, huesuda… Pero me quedo muy grabado como se transformaba: aparecía peinada, con una flor en el pelo, y al poco rato estaba desgreñada. Ya no era ella, y el público se rendía a las experiencias que ella proponía.

-¿Qué edad tenía en ese momento?
-Era un chico. Ocho, nueve años…

-¿Entonces se dio cuenta del efecto que puede causar el arte?
-Me di cuenta de que una persona puede tener un enorme poder, el de sacar a la gente que va a verla de sus butacas. Me parece que el teatro se ha transformado en una cosa civilizada, muy correcta. La gente va a verlo muy educadamente, hace poco ruido con el papel de los caramelos. Pero muchas veces no hay peligro. Yo extraño ese peligro, el que se sentía, por ejemplo, viéndola a Carmen Amaya.

-¿Cuando la vio pensó que a usted le gustaría tener el poder de poner a toda una platea en peligro?
-No llegué a pensar eso, pero me produjo una gran curiosidad ver como podía cambiar las cosas. Creo que fue Borges el que escribió que el arte produce la inminencia de una revelación. No la revelación en sí: la idea de que algo está por pasar. A lo mejor nada ocurre en realidad, pero esos momentos alimentan la esperanza de que una revelación llegue.

-¿Cómo fueron sus estudios con el maestro Antonio Cunill Cabanellas?
-Entré en la Escuela Nacional de Arte Dramático antes de tiempo, muy chico, a los 14 años. Antes, había hecho la secundaria común hasta tercer año. Cunill, que era extraordinario, pero muy arbitrario con las leyes que el mismo imponía en la escuela, decía, por mí: «Este va a entrar, porque puede servir para el cine». Me dejó entrar fuera de edad, pero yo me tentaba y me reía mucho en las clases. Me moría de risa, pero de nervios, al ver que mi compañera que hasta hacia diez minutos estaba tomando un café con leche con medialunas conmigo de pronto pretendiera ser Medea. Yo tenía todos los dolores y las distracciones de la adolescencia. Verla a ella diciéndome: «¡Oh, Jasón!», hacía que yo me muriera de risa. Entonces me ponían amonestaciones. Ninguna compañera quería actuar conmigo. Fui de los peores alumnos que pasaron por la Escuela Nacional de Arte Dramático, sin la menor duda.

-¿Cómo es eso?
-Porque era así. Era muy malo. La timidez y la inmadurez me impedían hacer las cosas bien. Todos los demás eran más grandes. Tenían algo que contar de ellos mismos…

-¿Como hizo para convencer a sus padres de que lo dejaran ir a esa escuela?
-Mi papa había muerto cuando yo era muy chico, cuando tenía seis años. Cuando mi madre se enteró de que a mí me interesaba el teatro, me apoyo tanto que ella misma fue a sacar el número para que yo diera el examen. En el resto de la familia estaban un poco asustados de que yo, pudiendo haber elegido una carrera normal, quisiera ser actor. Tenían miedo de lo que iría a pasar conmigo en ese ambiente, de que me transformara en un atorrante… Tenían esas ideas que la gente común tiene de los actores. No las tienen de un banco porque no saben lo que pasa en los bancos…

-¿No pensaba su madre que usted podía no servir para la carrera?
-Estaba un poco asombrada, es verdad. Me decía: «¿Pero a vos te parece que serás actor?» Yo tampoco lo sabía. Ni lo es ahora. Cuando uno es inseguro, nunca sabe. No lo digo por hacerme el humilde, pero ¿cómo sabe uno que sirve para algo? Hago lo mejor que puedo, porque nadie va a conspirar tanto contra sí mismo como para no intentarlo. Pero si entrego todo lo que puedo, y usted me ve y me dice: «A mí no me llego», ¿qué le puedo contestar yo? ¿Cómo le puedo demostrar que lo hice bien? Si yo fuera ingeniero, o médico, y usted me dijera que no le gusta el tratamiento, yo le diría: «No, mire, le di esta droga porque está demostrado que tiene tal efecto». Si construyera un puente, le diría que la prueba de mi mérito es que los coches no se caen. Ahora, esto de «me llego, no me llego», «me gusto, no me gusto» lo deja a uno sin defensa. Por supuesto, hay quienes van más allá en el juicio. Hay gente que trasciende la simple calificación, y por esos vale la pena trabajar. A mí me gusta más la gente que busca. La que encuentra me aburre. Generalmente, los maestros, entre comillas, de la actuación son muy aburridos, porque no buscan nada, ya creen que lo saben todo. El que busca poco encuentra rápido. Entonces, hay un momento en que usted ya sabe algo de su oficio y ya sale tranquilo y seguro a escena, y entonces es cuando está terminado, ha llegado a su límite. No me pongo como ejemplo para que hagan lo mismo que yo. Yo le digo que todos los días antes de salir a escena estoy muerto de miedo. Y creo que a la mayoría de los actores les pasa lo mismo. Cada cual lo disimula como puede: hace bromas, pero el hecho de estar ahí, en un lugar en el que uno se encuentra con sus propios sueños y con sus dificultades para alcanzarlos, no es para nada tranquilizador. No por la opinión de los demás, que también importa, por supuesto, sino por la opinión de uno mismo. Por eso cuando uno se ve sufre una decepción terrible: lo que se hizo no es nada en comparación con lo que se debería haber hecho, para merecer este privilegio de tener un buen texto, un gran texto, unas personas que están pendientes de alimentarse con eso, de ver más claro. Como dice Eduardo Galeano, lo que hacemos los artistas es lo mismo que le pidió aquel chico al que el padre lo llevo por primera vez a ver el mar y ante tanto sonido y tanta furia le dijo: «Papa, ayúdame a mirar…»

-¿Cunill era un maestro duro?
-Sí, yo tenía muy malas calificaciones. Pero él pensaba que yo podía servir para el cine.

-¿Solo para el cine?
-Si, en general, sí. Y no porque hubiera sacado esa conclusión después de haberme visto actuar, sino porque yo no actuaba. Yo subía al escenario, ponía la cabeza para abajo y no había Dios que me la levantara para mirar a la compañera. Y cuando la miraba, me reía de nervios…

-¿Como se explica que siendo tan tímido haya insistido con una profesión que lo iba a poner todos los días frente a su propia timidez?
-Es inexplicable. No sé por qué. Supongo que porque de pronto apareció gente que comenzó a tener fe en mí. Yo estaba en Radio Nacional, porque Cunill me había hecho entrar en el elenco del ciclo de teatro Las dos caratulas. Di un examen y quede, pero para leer el boletín del Mercado de Hacienda. Los grandes papeles en Las dos caratulas los hacían los actores grandes. Yo no era más que un pibe, y tenía que leer las noticias: «Entraron tantas vacas, salieron tantas ovejas». Había que hacerlo con público, y me daba una vergüenza terrible por las chicas. Yo tenía que decir cuánto había que acercar un toro a una vaca para que quedara preñada…

-¿Cuantos años tenía entonces?
-Y, 16, 17…

-¿Allí lo fue a buscar Pepe Cibrián?
-Claro, y cuando fue yo me escondí detrás de un piano. Él me mandaba libretos para llevarme a la televisión, pero yo estaba en Radio Nacional y había alcanzado cierta consideración entre los directores de los distintos elencos que había en Las dos caratulas, porque tenía linda voz, buena dicción. Comenzaron a darme papelitos. No eran protagónicos, pero estaban contentos, me consideraban bien. Yo ganaba un sueldito, que era poco pero me alcanzaba. Yo decía: «Con esto ya estoy». Cibrián escuchaba Las dos caratulas, y había gente de nuestro elenco que trabajaba con él en la TV. Comenzó a preguntarles por mí, por ese chico nuevo que había llegado al programa. Comenzó a mandarme papeles, personajes para hacer. Yo contestaba que no: «No, no, aquí estoy bien y yo sé que aquello lo voy a hacer mal. Así que me quedo donde estoy». Ya tenía el futuro dibujado: leer toda la vida el parte agropecuario… -No era precisamente un muchacho ambicioso… -No, no, la ambición la pusieron los demás sobre mí. Cuando Torre Nilsson me llamó para hacer Un guapo del 900, me sorprendí muchísimo. No hubiera pensado nunca que yo, con aquella cara de nene de mamá, pudiera interpretar al guapo. Samuel Eichelbaum, el autor, cuando se enteró de que yo había firmado el contrato quiso retirar los derechos que había cedido. Y tenía toda la razón. Mi propia mamá se la daba. Me habían ofrecido en la misma época hacer de cura en otra película, y le pregunté: «Mamá, ¿qué hago, de cura o de malevo?» «Hacé de cura, nene», me contestó. -Supongo que cuando Eichelbaum vio la película lo llamó para decirle que había cambiado de idea. -Me gustaría poder decir eso, que un día me llamo para decirme: «Me equivoqué». Pero no. No. Y en la filmación fui el hazmerreír de la mayoría de mis compañeros, porque yo me había tenido que dejar el bigote. Todos sabían que no me quedaba natural. Un día me encontré con Armando Discépolo en un tren. Él había dirigido la obra en el teatro. Traté de esconderme, pero me vio. «¿Adónde va?», me dijo. Él sabía… «Voy a hacer una película, señor.» «¿Qué película?» “Un guapo del 900.» «¿Usted que papel hace?» Yo no le dije «el guapo». Le dije: «Ecuménico López». Me miro un minuto que a mí me pareció un siglo. Después desvió la vista, se puso a mirar por la ventana y no me miró más en el resto del viaje. Cuando llegué a destino, yo no sabía si tenía que decirle: «Señor, me bajo…» Pero no me atreví. Llegué al estudio llorando y diciendo que me iba, que yo no quería hacer eso. Entonces lo llamaron a Torre Nilsson. «¿Qué le pasa?», me preguntó. «No, señor, no la voy a hacer», le contesté, entre sollozos. «Pero ya hace una semana que estamos filmando. ¿Usted no me tiene confianza?» «Si, señor, pero no lo voy a poder hacer…» Le conté lo de Discépolo. Me tranquilizó diciéndome que les preguntara a los técnicos, a los camarógrafos, como estaba saliendo todo. Todos pensaron que yo estaba haciendo un buen trabajo, y por eso seguí. Por eso le digo que la ambición la tuvieron los demás sobre mí. La tienen los demás sobre mí. -Son los demás, no usted, los que creen que lo puede hacer… -Claro. Me llamaron de España para hacer Rey Lear, pero a mí no se me ocurriría hacer Lear. Ni loco, no se me pasa por la cabeza. -Lo raro del caso es que lo que está diciendo suena auténtico. -Le juro. ¿Para que le voy a mentir? Son esas cosas sin explicación. ¿Porque fue ocurriendo todo así, porque ahora usted me está preguntando cosas y yo estoy tratando de contestarle? ¿Cómo pasó? Porque yo sigo siendo aquel también. Puedo decir que tengo cierta experiencia, que me lleva a pensar: «El otro me tiene fe», así que le contesto. Después leo notas que me hacen y digo: «¡Pero qué bien que hablé!» Pero no, el que hablé bien fue el periodista, que arma bien lo que yo balbuceo.

-Pese a su declarada timidez, usted se ha metido, y se mete, en bailes complicados. Pienso, ejemplo, en esos papeles en los que debe disfrazarse de mujer.
-Bueno, para eso me llamó Adrián Suar. Me dijo: -«Me dijeron que me ibas a mandar a la miércoles, pero yo igual te llamo. Te mando un libro. No te enojes». Era el libro de Cohen vs. Rosa. A mí me dio una alegría muy grande que creyeran que yo podía hacer eso, porque tenemos tendencia al encasillamiento, a creer que el actor dramático tiene que hacer solamente drama. Y un actor es un actor. Si no, es como si le faltara una parte de su oficio. Sería como un pianista que tocara solamente Chopin.

-¿Porque era tan sensible a las críticas cuando eran negativas?
-Porque me parecía que tenían razón. Pensaba en que iban a decir el director o los productores cuando leyeran esas críticas. Siempre me sentía comprometido con ellos. Por ejemplo, estábamos una vez en Mar del Plata, haciendo una comedia con Nicolás Cabré, que se llamaba El gran regreso. Una noche fuimos a comer. Yo tenía de un lado a Adrián Suar y del otro al empresario Pablo Kompel y me dijeron: «¿No querés hacer La muerte de un viajante?» No fui yo. Por eso tenía que responder a quienes habían confiado en mí. Lo mismo cuando Lluís Pascual me llamo para hacer Eduardo II, de Cristopher Marlowe. O El público, de Federico García Lorca, que estrenamos en el Piccolo de Milán y después llevamos a Paris.

-Los demás seguían insistiendo en convertirlo a usted en Alfredo Alcón.
-Sí, exactamente. Yo he sentido siempre una amistosa, cálida y generosa confianza de los otros. Especialmente con mis compañeros de trabajo. Ahí sí que no tengo dudas. Yo siento que me tienen afecto. Ahora mismo me pasa con Guillermo (Francella). Eso no lo puedo pagar con nada. Es generosidad pura de los otros.

-¿De qué colegas se acuerda mejor usted?
-Por supuesto, de Norma (Aleandro), de Juan Carlos Gené, Ernesto Bianco, con quien hice hace muchos años una versión de Hamlet para televisión dirigida por David Stivel. Bianco era un fenómeno raro, de los que solo se dan con algunas pocas personas. Por ejemplo: usted pruebe mencionar en una reunión en la que haya gente que la haya conocido, cuando se produzca un silencio, el nombre de Delia Garcés. A todo el mundo se le iluminara la cara. A todo el mundo, ¿eh? Es matemático, no es un hecho poético inventado por mí. Y todos competirán para ver quien cuenta algo más lindo de ella. Yo no trabaje con ella, no soy de su época, pero cuando debuté en teatro con Colomba, de Jean Anouilh, junto con Analía Gade (por esa época no venía nadie a saludarme al camarín), de pronto escucho que golpean la puerta y era Delia, aquel ser de luz, maravilloso, de una belleza y una delicadeza increíbles. Me felicitó, y ahí pude ver hasta qué punto había gente dispuesta a ser generosa conmigo. Gente que no conocía. Como Cibrián: yo no lo conocía. Yo me escondí cuando me dijeron en la radio: «Te está buscando Cibrián; esta abajo…» Me escondí en un estudio de Radio Nacional atrás de un piano, contra la pared. Pero un compañero le dijo dónde estaba. Y bueno, corrió el piano y me llevo de prepo a la tele.

-¿A quién hubiera querido parecerse de joven?
-A Francisco Petrone. Era de una generosidad increíble. Yo había hecho en el cine Un guapo del 900, que había sido su gran creación en el teatro. En una comida que se había hecho en homenaje a Orestes Caviglia, lo veo en la otra punta del salón, enfocándome con esa mirada dura y esas pestañas lacias que tenía. Yo me quede duro. Empezó a apartar gente, llego a mi lado, me puso una mano en el hombro y me dijo: «Pibe, me robaste lo que más quería, pero está en buenas manos». Yo pensé: de esto no me olvido más en mi vida…

-¿Porque piensa que lo han alentado, a pesar del concepto crítico que usted tenia de sí mismo?
-Yo tengo una teoría. Mala, pero teoría al fin: yo creo que debo de dar lastima y que por eso la gente me protege. Mi debilidad debe de ser muy visible y por eso los otros quieren protegerme.

-¿Es más difícil llegar a ser un actor conocido para un chico de hoy?
-Hay muy buenos maestros, hay mucha gente que estudia teatro, más que cuando yo comenzaba. Muchos de ellos están haciendo televisión, pero cuando alguien les ofrece algo interesante en el teatro, se rompen el alma, pero lo hacen. Yo aprendo más de los jóvenes que de los grandes, porque algunos de los de más edad dan la impresión de creer que ya lo han aprendido todo, y eso me aburre. Yo trabajo con Nicolás Cabré, con Diego Peretti, con Fernán Miras, con Fabián Vena y los veo venir con tanta pasión, tantas ganas. Están pendientes de que alguien les diga algo para aprender. Es una camada formidable la que hay ahora. Por Hugo Caligaris / Fuente: Revista ADN

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