La historia se centra en Clara, una joven que acaba de perder a su padre. Un día, revisando las cosas de su progenitor, se encuentra con algo que no puede pasar por alto: un pasaporte, billetes extranjeros y cartas. Es así que, ante las sospechas de una vida paralela por parte de su padre, decide emprender un viaje hacia Karakol, un lago ubicado en la república de Tajikistán.
Karakol tiene el clásico esquema de una road movie: protagonista que inicia un largo viaje para poder encontrarse a sí misma. Con la muerte del padre y la posibilidad de que éste tenga una mujer e hijo en la otra parte del mundo, Clara se sumerge en un viaje no sólo externo, sino que, principalmente, interno, donde busca construir su (nueva) identidad y, también, reconstruir la identidad de aquel a quien tanto creía conocer.
De esta manera, la nueva película de Saula Benavente nos invita a nosotros, los espectadores, a plantearnos ciertas preguntas en torno a la muerte (en general), a la pérdida de un ser querido (en particular), al proceso de duelo y, sobre todo, al quiebre del yo y la búsqueda de la verdadera identidad cuando se pierde el rumbo y se desconoce hasta lo conocido.
Pese a que la trama es concreta con respecto a dónde quiere llevarnos (de hecho, lo hace sin muchas vueltas), la aparición y salida de ciertos personajes secundarios hace que aquello que ocurre en pantalla comience a sentirse un poco ajeno. Esta lejanía, que se produce entre lo que se nos muestra y lo que nos llega, produce además un quiebre en relación con la protagonista y la posibilidad de empatizar con ella.
Karakol es una película correcta, pero no ofrece mucho más de lo que se nos muestra en pantalla. La trama nos invita a reflexionar sobre las cuestiones ya mencionadas, pero nada más. La propuesta de Benavente no toma riesgos, se queda siempre girando en el mismo eje.