Cultura

«Soñé que era invisible»

Lo primero que recuerdo es que subo al ascensor, digo “buen día” y esa persona no responde. Ni siquiera me miraba. Bajé la vista, miré a su perro. El sí me miraba. El me registraba… con lo cual, entendí que esa señora no tenía un buen día. Qué quizás estaba muy dormida. Eran las 7 de la mañana. Todavía era de noche en la ciudad, pero yo estaba llegando justo a tomar el subte de las 7:10. Si demoraba 30 segundos, lo perdía. Y si lo pierdo, tarde otra vez.

Llegamos a planta baja, salí del edificio, miré al portero que baldeaba el hall y “buen día, Bermúdez”, sin detener la marcha. Me pareció que nunca llegó su respuesta. Pero quizás esos auriculares raros que usa Bermúdez cuando baldea, no le permitieron escuchar mi saludo. Doblé en Rojas, crucé las vías del ferrocarril y llegué a Primera Junta. Apoyé mi sube en los molinetes y descubrí que no tenía saldo. Me dirigí a la única ventanilla abierta, para cargar algo de saldo, para no perder el subte de las 7 y diez.

          – Buenos días ¿Me carga trescientos pesos, por favor? – dije apurado y rápido en ventanilla.

La piba que estaba del otro lado miraba hacia abajo. Ni se inmutaba. Repetí el pedido. Y nada. El subte se acercaba. Ya eran las 7:09. No tenía tiempo para averiguar porque no me respondían por tercera vez en el día. Salté el molinete. El subte A se detuvo. Se abrieron las puertas. Eran las 7:10. Mi subte llegaba a horario y yo ya estaba ahí. Ingresé: “permiso”, “disculpe” y me senté. Ofrecí mi asiento más luego… y nada. Nadie me respondía. Ni el señor del paraguas, ni el pibe con la remera de los Guns ni la señora embarazada que subió en la estación Río de Janeiro.

Algo pasaba. Y creo que lo sabía desde que subí a ese ascensor. Pero no podía ser posible. Entonces, hice algo más antes de confirmar lo que estaba sucediendo. Agarré los limones y la naranja que tenía en la mochila. Con la mano izquierda los limones, con la derecha, la naranja. Empecé a hacer malabares, cantando esa de Los Gardeles hasta el final. “Me imagino un tren, recorriendo mi país…”. El subte iba dejando estaciones detrás: Castro Barros, Loria, Miserere… No se me cayó un limón, no se cayó nunca la naranja. Cuando llegábamos a Congreso, me detuve. Y entonces, me dispuse a recibir esa lluvia de aplausos, que llega cuando no se cae ni el limón ni la naranja. Como una especie de caricia. Como un mimo gratuito que recibimos, de esos que no estamos tan acostumbrados a recibir.

          – Muchas gracias pasajeros, este es mi humilde número. Que tengan todos ustedes un hermoso día jueves –dije fuerte y claro.

Nada… ni un silbido, ni un abucheo, ni un aplauso. Solo una tos seca que se oía en la mitad del vagón. El subte se detuvo. Se abrieron las puertas: los que entraban, como los que salían del subte, me llevaban puesto.

Confirmado. Era invisible. Desabroché mi saco, arremangué mis pantalones y salí a recorrer la ciudad: sin que nadie me vea, entrando donde nunca puedo o de donde me suelen sacar a las patadas. Y así pasé mi jueves, sonriendo y cantando mi canción favorita de Los Pérez: en voz alta, en voz bajita, bailando, saltando… por la 9 de julio, por calle Corrientes, por Diagonal Norte. “Te encontré sin esperarte, por la capital… Imposible no mirarte, con tu vanidad…”

Ya entrada la noche, algo cansado, me siento en el cordón de un barrio muy coqueto. Detrás de una multitud, veo correr a una señora mayor, muy bonita. Me llama la atención su miedo, su temor y su apuro por abrir una puerta que, entiendo, es la de su hogar. Entro con ella y le pregunto si se encuentra bien, si puedo ayudarla. Ella no me responde, pero decido acompañarla. Está muy asustada. Pero descubro que, como yo, no le gusta pedir ayuda. Dos guardaespaldas la acompañan hasta la puerta de su departamento. Ellos allí se quedan, por orden de ella. Yo decido entrar. Solo quiero saber que le sucede. Solo quiero transmitirle un poco de paz.

La señora deja caer su cartera, se descalza, cierra las cortinas de su comedor y entra a un cuarto contiguo. Allí, de rodillas y temblando, tomando un portarretrato con sus dos manos, la señora comienza a llorar. Me acerco y aunque no me vea, la abrazo fuerte. Allí, descubro que hay alguien que logra verme, aunque yo sea invisible. Y es la señora. Y no solo eso: descubro que además sabe mi nombre. “Yo también quisiera ser invisible, Néstor”.

Ilustración: Valeria Gómez

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