Cultura

«Nunca más un perro»

Fue lo primero que escuché. Creo que por eso me detuve. Siempre estoy de acá para allá. Desde tempranito. Apenas duermo. Pero cuando despierto, no paro. Así es que me pierdo algunas cosas. Los que se detienen cada tanto, dicen, descubren cosas que nosotros a veces nos perdemos. Pero esta vez algo me detuvo. Estaba detrás de un árbol, por cruzar la esquina de Aranguren y Nicasio Oroño. Ahí al toque del semáforo. Yo no le doy mucha bola al semáforo, es más, no le estaba dando bola esta vez tampoco. Aunque estaba rojo para mí, solo me frené por lo que escuche. Y por la manera en que el señor lo dijo. “Nunca más un perro”.

El señor venía con una nena chiquita de la mano. Imagino que era su hija, por la dulzura con la que le hablaba pero también por la frialdad que a veces utilizan algunos papás. Como cuando niegan un juguete caro, porque seguramente no llegan a pagarlo, entonces se tienen que poner firmes, hasta parecer malos. Como cuando no los dejan faltar a la escuela, porque no hay con quien dejarlos, porque tienen que estudiar, como no pudo hacer su papá cuando tenía su edad, porque tenía que salir a trabajar. Pero esta vez, no entendí porque tan determinante, porque tan frío con algo tan lindo: un perro. Entonces, me quedé atrás de ese árbol, sobre Aranguren, bien pegadito al tronco. Como soy bajito, ni me iban a ver. Y así, mientras el semáforo se ponía en verde y en rojo luego, en amarillo y verde nuevamente, pude escuchar lo que seguía después de esa frase: “nunca más un perro”.

Resulta que el señor, después de repetir dos veces la frase (mientras a mí se me hacía un nudito el estómago) obtuvo una respuesta de esa nena chiquita, a la cual tomaba con su mano derecha, que confirmó mi sospecha: era su hija. “¿Por qué papá?”, le dijo la criatura. Yo también quería preguntarle lo mismo: “¿Por qué señor?” Pero me iban a ver. Entonces, seguí en silencio, detrás del árbol, con mi oreja más cortita, la izquierda, escuchando atentamente. “Hija, no lo voy a volver a repetir y es una decisión tomada. Nunca más un perro. Sufrí mucho con Lobi. Nunca te lo dije, porque tenía que ser fuerte al lado tuyo y de mamá. Pero si recordás, cada vez que terminábamos de ayudar a Lobi a acostarse cada noche, esas últimas noches, en su camita de siempre, yo iba derechito al baño. Ustedes escucharían una ducha. Pero si recordás bien, yo salía del baño, después de un rato, completamente seco. Lo que yo hacía, después de asistir a Lobi, limpiarle los ojitos y besarla en la frente, era abrir la ducha y dejar correr el agua. Y en ese momento, sentadito en el piso y en el baño, yo solo lloraba, mientras el agua corría para que vos y mamá no me escuchen. Lobi era una más de la familia: nos acompañó cuando naciste, quedándose a tu lado cada noche. Hasta que te compramos tu camita. Lobi nos avisó del fuego en la cocina, aquella tarde donde si no fuera por ella, ocurría una tragedia en casa. Lobi me recibió cada tarde, cada tarde que yo volvía de trabajar, de entrenar o de ver a los abuelos, así como Mamá me esperaba con los mates más ricos, vos con la sonrisa más hermosa… Lobi me esperaba, como si estuviera tercera en la fila, paciente, respetuosa, para saltarme y festejar cuando le llegaba su turno”.

A partir de allí, entendí todo. “Nunca más un perro”. Por eso aquello que me detuvo. Aquello que me hizo un nudo en el estómago. Aquello que me quitó las esperanzas de un hondazo: de tener otra vez un hogar, otra vez una familia. Que me deje recibirlos cada tarde, que me deje cuidar bebes, festejar cada salida y respirar profundo cada noche, por tener un hogar calentito y sentir cerquita los pies de una familia que me cuida, que me quiere nuevamente. Pero el señor quizás tiene razón, es mucho el sufrimiento. Por algo tan chiquito como nosotros, hacerlos llorar y sufrir. ¿Para qué? Quizás en la calle no hacemos llorar ni sufrir a nadie.

El semáforo dio verde otra vez. Salí detrás del árbol. Moví la cola. Ladré fuerte y crucé Nicasio Oroño. De acá para allá. Y nunca más me detuve.

Ilustración: Valeria Gómez

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