EL VETO, VERDUGO DEL VOTO
El Jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el derechista Mauricio Macri, viene figurando en titulares y análisis periodísticos, por motivos y fundamentos equivalentes a los que reciben los grandes goleadores: su cualificación en función de la magnitud. Así como los delanteros comienzan a ser reconocidos cuando aciertan muchos goles y particularmente cuando las cifras alcanzan o superan los números redondos a partir de la centena, el jefe porteño ha pasado a ser reconocido, tal como Palermo o Forlán, pero no por sus goles sino por sus vetos. Ya vetó unas 106 leyes y pareciera que su capacidad vetadora carece de techo previsible, aunque los diferentes medios difieren algo en unidades aunque todos reconocen que ha superado airosamente la barrera de los 100. La propia presidenta lo calificó irónicamente en uno de sus discursos como “vetador serial”. La vicejefa de gobierno María Eugenia Vidal debió enfrentar a la prensa ensayando una tibia defensa basada en que “no son tantos”. Se apoyó para ello en una desagregación porcentual. Sostuvo que los vetos macristas ascienden a “sólo” el 6% de las leyes emanadas de la legislatura.
La expresión “serial” es utilizada en la jerga penal y consecuentemente policial, además de su reapropiación literaria por la novela negra, para indicar reiteración o exceso cuantitativo, a partir de tres o más, generalmente en un lapso de tiempo acotado que, sin embargo, no por ello mengua la naturaleza sustantivamente criminal de los actos cometidos. Un violador o un asesino es serial cuando comete varios delitos similares sucesivos, aunque entre ellos pueda haber un interregno de llamado “enfriamiento”. Que sea este adjetivo, el “serial”, la alegoría utilizada para calificar los vetos macristas adquiere cierto carácter revelador de la naturaleza violatoria del propio sustantivo veto, que deriva del latín “yo vedo o prohíbo”, independientemente de la conciencia crítica que sobre ello tengan quienes profieren el sarcasmo. Pero va algo más allá, ya que los psicólogos forenses sostienen que están “específicamente motivados por una multiplicidad de impulsos psicológicos, sobre todo por ansias de poder y compulsión sexual. Los crímenes suelen ser llevados a cabo de una forma similar y las víctimas a menudo comparten alguna característica (por ejemplo, ocupación, raza, apariencia, sexo o edad)”. En este caso esa característica común, no exclusiva de Macri por cierto, como ya mencionaremos más adelante, la encarnan precisamente los intereses corporativos, sean los económicos de las grandes empresas o los simbólico-institucionales como los de la Iglesia (particularmente en cuestiones educativas).
El partido político de Macri, el PRO, cuenta entre sus legisladores a la ex directora de la ONG “Poder Cuidadano” que sobre todo en épocas menemistas cumplió cierto rol de denuncia de las manipulaciones y vejaciones a las leyes y fundamentalmente a la corrupción. Inclusive pretendió que entre los objetivos de sus acciones se contara el perfeccionamiento de la democracia, aunque la realidad de sus intervenciones hoy vayan exactamente en dirección contraria. Tal vez sea un caso testigo de cómo las ONGs mutan y hasta traicionan sus principios y objetivos fundacionales conforme se diversifican y sustituyen sus fuentes de financiamiento. La legisladora Laura Alonso cree que “nadie debe horrorizarse. (El veto) tiene que ver con un funcionamiento institucional desde la Constitución. Entiendo que los antimacristas hagan un escándalo, pero para mí no es escandaloso”. Su argumento se centra en el hecho incontrastable de que las constituciones tanto nacional, provinciales como de la propia capital, incluyen el instituto del veto en su articulado. Su sucesor en la ONG, Hernán Charosky, casi en el mismo sentido que la Presidenta, deslizó una crítica basada exclusivamente en aspectos cuantitativos. Sostuvo que “una sana relación entre poderes indica que el veto se tiene que usar en forma excepcional”. veto. Si la ex directora es hoy legisladora del PRO y su nuevo director cree que el problema es de magnitud, de exceso o de falta de razonabilidad, sería más sincero cambiar el nombre de la ONG hacia “genuflexión ciudadana”, “sumisión ciudadana” o algo por el estilo. Si algo no sólo no confiere poder a la ciudadanía sino que termina de expropiar lo poco que pudiera quedarle es el instituto del veto.
Es indiscutible que la magnitud resulta sorprendente y cierto desconcierto se ha apoderado del propio bloque legislativo oficialista. Algunos de sus diputados sostienen que “los ministros no monitorean las leyes. Se las mandamos antes y no nos dicen nada hasta que aparece el veto”. La réplica del propio poder ejecutivo se centra en que “los legisladores votan cualquier irresponsabilidad” y que “una cosa es legislar y otra muy distinta es estar sentado en el Ejecutivo”. Sostienen además que la mayoría de los vetos se deben a cuestiones técnicas o errores en las leyes. En verdad aquello que denominan cuestiones técnicas, suelen ser elusiones de controles o de distribución de recursos como el de la ley de publicidad oficial que había sido aprobada por unanimidad, es decir, con absoluto apoyo oficialista. En concreto, era una ley que ejercía un control sobre el ejecutivo y evitaba la ambigüedad o confusión entre partido y gobierno y el veto permitió precisamente deshacerse de ese control. Hasta tuvo que intervenir el Tribunal Superior de Justicia para ponerle límites al uso de la propaganda oficial durante la última campaña electoral gracias a la cual Macri se impuso por abrumadora mayoría en su reelección.
Otro ejemplo elocuente es el de la vetada ley que preveía un Congreso pedagógico, con talleres en todas las escuelas, como primer paso a una ley de educación de la Ciudad que inclusive había sido acordada con el Ministro de Educación, Esteban Bullrich. Pero no logró resistir el lobby que logró evitar que se discutan los contenidos y los subsidios a las escuelas privadas, que se aproximan a los 400 millones de dólares. Un legislador de la Coalición Cívica, Maximiliano Ferraro, dice estar preparando un proyecto de ley que regule el tiempo en que se vetan las leyes. En el caso del Congreso pedagógico, el veto llegó un mes después. Este legislador argumentó que “en la constituyente de la Ciudad, se discutió sobre los vetos y se dijo que había que poner un plazo concreto para esta facultad del Ejecutivo, que es excepcional. Además, plantearon que los vetos deben tener fundamentos. Si no son razonables, el Ejecutivo estaría rompiendo la división de poderes”.
Como verá el lector, nada esencial respecto al instituto del veto es puesto en cuestión. La propia Presidenta vetó leyes fundamentales y por las mismas razones de intereses que en el caso porteño, como la ley de glaciares (que pone límites a la explotación minera y defiende el patrimonio natural) o la ley de movilidad jubilatoria automática del 82%. Ciertamente menos, pero son vetos al fin. Para los cuestionadores, se trata de ser prudente y hasta razonable, ya que habría vetos que podrían serlo. Para los defensores, es sólo el mecanismo de corrección sapiente de la tecnocracia ante la irresponsabilidad e ignorancia legislativa. Un sabio artilugio constitucional que equilibraría los poderes.
El instituto del veto consagra el derecho de una determinada parte o una persona, a frenar o vedar unilateralmente, de manera total o parcial, una determinada pieza legislativa. Este instituto, en consecuencia, proporciona poder ilimitado para obstruir cambios, aunque no sirva, inversamente, para adoptarlos. Esto último, en Argentina, le corresponde a los llamados DNU (decretos de necesidad y urgencia) profusamente utilizados por el Poder Ejecutivo. Tienen en común con el primero que ignoran al más representativo de los poderes: el legislativo.
Habrá quienes respondan a mis críticas con el argumento empírico indiscutible de que casi todas las constituciones del mundo contienen este instituto. Pues bien, en mi opinión es uno de los componentes del combo que hacen a la miserabilidad de la representación fiduciaria y al descontrol ciudadano de la actividad política que en última instancia rige sus vidas. Sería simplemente una estrechísima lectura de la conclusión hegeliana de su filosofía de la historia en la que afirma que “todo lo real es racional”.
En Uruguay, en ocasión del veto parcial de la ley de salud reproductiva (aunque lo vetado constituyera nada menos que su artículo más revolucionario como la despenalización del aborto), desde mi modestísimo lugar de simple opinador en un medio público de comunicación como este diario, me permití exhortar –sin éxito posterior alguno- a los legisladores de cualquier signo que votaron contra la ley, a hacerlo en sentido inverso en la asamblea legislativa, en defensa del poder institucional que integra y en oposición al instituto prohibitivo unilateral y personalista. La convergencia oportunista de opinión con el vetador, pudo más que la defensa de la soberanía decisional de su cuerpo, incluyendo la suya propia.
El compromiso del presidente Mujica de no apelar al instituto del veto, tanto como el reconocimiento de que es el parlamento el más representativo de los poderes (aunque, agrego, le falten muchos más institutos de democracia directa aún para poder representar efectivamente al pueblo) es condición necesaria aunque no suficiente para escalar un pequeño peldaño de la débil escalera que conduce a la soberanía popular real. No basta con la actitud de los sujetos, aunque bien deben ser valoradas como en este caso del Presidente uruguayo, para consolidar el pretendido ascenso o progreso.
Es indispensable que las nobles actitudes individuales, se coagulen institucionalmente mediante transformaciones jurídicas que hagan de la nobleza una exigencia ineludible y no una mera posibilidad subjetiva.
Emilio Cafassi
Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar