GUSTAVO
Wikipedia enuncia: «Gustavo Adrián Cerati (nació y mució en Ciudad Buenos Aires, 11/081959 a 04/09/2014), fue un músico, cantautor, compositor y productor discográfico argentino, considerado uno de los más influyentes del rock iberoamericano. Obtuvo fama y reconocimiento internacional por haber sido el vocalista, guitarrista y compositor principal de la banda de rock Soda Stereo, una de las bandas más importantes de la música latina. Luego de la disolución de la banda, obtuvo también reconocimiento y éxito en su carrera solista, que consta de cinco álbumes de estudio y de diversas incursiones junto a otros músicos. El 15/05/2010 padeció un accidente cerebrovascular isquémico, que lo dejó en estado de coma por más de cuatro años, falleciendo el 04/09/2014 a causa de un paro respiratorio en la Clínica ALCLA de Buenos Aires. (…)». Pero, sin duda, Cerati tiene otras lecturas:
Cerati fue el último aleteo de colibrí libertino que tuvimos, el último lujo que el rock de acá se pudo dar.
por DAMIÁN TULLIO
CIUDAD DE BUENOS AIRES (Bastion Digital). Cerati fue el último lujo que el rock de acá se pudo dar. El progresismo impidió que mucha gente se acercara a él porque nunca estuvo comprometido con lo nuestro. Nuestro, en rock, debería querer decir que hagamos todo lo que se nos dé la gana, aunque acá hay que meter un bombo legüero cada tanto para cubrirse. Cerati, dice el rock, no es rockero. Felizmente, digo yo.
Muchos, muchos hombres de mi edad y con las mismas entradas que yo, que escriben sobre sus artistas muertos en una encantadora forma de semidiario, nunca se molestan siquiera en darnos fechas o en decirnos dónde están. Ningún sentido de colaboración. He jurado no permitir que a mí me pase eso. Hoy es lunes y estoy de vuelta en mi horrible silla.
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Estuve ayer visitando el lugar donde los fans de Cerati, enfrente a la clínica donde cursa su inconsciencia, dejaron fotos pegadas, firmas y regalos. Elijo no poner “santuario” porque esa palabra usada para estas cosas me genera una desdicha infinita. Digamos, mejor, que unos chicos fueron a pegar carteles a un garaje. Un garaje que según vi está ganado al homenaje, que no parece abrir nunca, en el que sigue primando el contact por sobre esos portones de chapa que ya no se abren ni se cierran más.
Hay cosas escritas en liquid paper también, menos durables, hay trazos de fibrones negros corridos por la lluvias de marzo, fotos de él con su guitarra negra impresas en colores epson deslucidas, ya arrugadas por el gramaje bajo de las resmas A4 de las casas de la clase media. Hay notas mal recortadas y medio abigarrada en un costado, un san Pugliese, la estampita del alma protectora de los músicos. Pienso en toda esa gente, esas tres o cuatro docenas de gentes que se fueron hasta ahí, a los límites del fin de la ciudad autónoma a una clínica para rehabilitados y tomaron ese garaje, ese abandono, e hicieron de eso un lugar donde decir algo. Esa muestra de amor inconmensurable, innecesaria y vital. Pienso en ellos con vergüenza, porque yo no lo haría, porque no me dan los huevos ni la inocencia y después pienso en lo mal que la habrán pasado esos chicos considerando que incluso a nosotros, a los que vimos el último Soda Stereo circa 96 y toda la carrera solista del tipo, nos acosaron mucho tiempo los adultos cuarentones con anécdotas de los shows de los 80 y nos enrostraban, con cuentas matemáticas, la cantidad de show que iban a ver y los lugares ¡los lugares! legendarizados donde los vieron mientras nosotros apenas habíamos visto una última etapa; si nosotros, pienso, tuvimos que correr ese camino, ¿qué le queda a la chica y al chico, noviecitos, que pusieron Mati y Ro abajo de un Volvé Gustavo en una hojita blanca Ledesma pegada con scotch a una puerta de chapa? ¿qué queda para Matías y Rocío que lo conocieron a él y a sus discos en el 2009, que descubrieron esas canciones de años que a ellos no les dicen nada, de una era donde internet era un lujo que arrancaba a las ocho de la noche marcando un 0610 y la música se escuchaba en compacteras? Qué les quedará a ellos que incluso yo, que me siento acá a pensarlos, dedico líneas a exagerar que yo no, eh, no, yo no soy fan hace dos minutos, como si el amor a alguien que te regala cuatro minutos celestes en una canción se midiera en años-que-hace-que-lo-sigo.
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> Estoy haciendo un archivo de los chistes que circulan sobre su estado vegetativo, el mejor que escuché hasta ahora es: “¿Ya salió el Unplugged de Cerati?”.
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> En mi colegio secundario escuchar Cerati era como ser otaku en Santiago del Estero.
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La anteúltima vez que Cerati tocó en Buenos Aires lo hizo en un evento “solidario” en la Av. Alcorta a beneficio de los damnificados por el último terremoto en Chile. Tuvimos que verlo sometido a decir que Calamaro era su amigo aunque no lo era, y a escuchar una de las baladas más lindas de lo que va de la década ganada, acribillada por ese genio que Miqui Breque no supo apreciar. A ese recital, a esa entrega del rosquete a lo establecido la vi por televisión mientras le escribía un mensaje de texto a mi amigo Guido que decía: Por favor, poné TN y decime cuál es el artista y cuál el paciente psiquiátrico.
Cerati no tendría que ni haber ido ahí. El tipo que les susurró todas las noches al oído a las adolescentes chilenas de los ochenta, salvándolas, que les iba a arrancar las medias con los dientes, ya había hecho mucho más por Chile que todos los camiones de comida juntos.
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La última vez que tocó fue en el Samsung Studio. Cada vez que voy a ver una banda ahí, con mucha vergüenza propia hago cuernitos para evitar la mufa. En algún momento, en el tránsito hacia la salida de la adolescencia, elegí no ser más un fan y empezar a perderme conciertos. No ir a propósito para probarme a mí mismo que podía no ir y estaba todo bien. Y empecé a perderme shows de él para ir a otros, algunos con mis amigos, para poder compartir ver un recital con alguien que no sea un fanático enfervorizado, ver un show sin que se jueguen cosas tales como saber de memoria la lista antes, que los primeros tres compases de una canción no te digan nada; las cosas que hace una mayoría inmensa de la gente que va a shows: mirar solamente con el pacto tácito que dice que lo que suena arriba del escenario te tiene que entretener y que vos, si la cosa va bien, vas a responder en consecuencia. Ser uno más, quise.
Y como el último show que Cerati dio en Buenos Aires fue un concurso para fans, no fui. No fui porque ya no era fan y porque me sentí superior a la exigencia de un concurso de filmarse o hacer monerías o demostrar tu fanatismo. Y, superado, me perdí la última vez que el tipo se colgó una guitarra acá. Y me quiero morir tanto…
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El más creativo de los músicos argentinos copiaba mucho, sí, todos los sabemos. Pero ¿y lo que no copió? ¿es que no encontraron todavía todos los afanos? O todo no lo copió o ustedes todavía no llegaron a las bandas que plagió. Concédanle eso aunque sea, genios del indie.
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El progresismo, esa fuerza que de poder hacerlo habría reemplazado la palabra nigger en Woman is the nigger of the World por otra menos filosa, impidió que mucha gente se acercara a Cerati porque nunca estuvo comprometido con lo nuestro. Nuestro en rock debería querer decir que hagamos todo lo que se nos dé la gana, aunque acá hay que meter un bombo legüero cada tanto para cubrirse.
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En Argentina la música no es vehículo de ideas. El rockero usa sus canciones como excusa para poder ir a decir sus ideas en la tele: se hace vegetariano, toca en eventos de feriados inamovibles y les pone nombres traumatizantes a sus hijos; todo para sentirse bien consigo mismo. Tampoco escucha música en inglés, excepto lo salvado por la brisa amable del biempensantismo (Lennon, ponele). Cerati, dicen ellos, no es rockero. Felizmente, digo yo.
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A lo mejor lo odian tanto porque andaba en una cuatro por cuatro gris sin sentir una culpa enorme.
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La ex esposa de Cerati, una madre chilena responsable de las patrias potestades de los únicos herederos, por un lado; y la familia candorosa e ilusionada que encabeza su madre, por el otro; descansan juntas sentadas arriba de todo el catálogo del tipo sin hacer nada. Los demás, o hacen chistes o impostan preocupación y hasta se animan a pedir que lo dejen ir. Lo dicen así, usando ese eufemismo horrible para decir algo que sonaría mucho más humano si se lo dijera sin rodeos: que lo maten. Mientras tanto no vemos reediciones, ni discos inéditos, ni grabaciones de shows. Como si lo importante de los discos de Cerati fuera la edición final de la mano de Cerati y no el hecho de que él los hizo. Como si la corrección de la obra fuera más importante que la obra. Respetándole hasta en la muerte el capricho de revisar todo mucho antes de sacar algo a la calle, lo traicionan. Traicionándolo, al mostrar su vulnerabilidad en el demo, en el pifie sostenido o en la guitarra mal grabada, quizás confirmen lo que algunos sospechamos hace mucho: que era tan grande que no nos lo merecíamos.
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Lo vi muchas veces en vivo, vi sus guitarras de cerca, estuve a centímetros de él un par de veces, le dije dos palabras: “hola” y “felicitaciones”, y sentí todas las veces que lo vi que era un tipo como todos nosotros, una cuarentón normal que a la vez era distinto a nosotros y cuando digo nosotros no es a mí y a mis amigos, sino a todos nosotros. Había algo en su manera de tratarte para el culo, en su denodada mala onda con el público que, en los que le perdonábamos todo, traslucía como un sufrimiento. Como si el tipo, miserablemente, con toda esa buena leche que le tocó en la vida, no se bancara la contraprestación que implicaba su laburo. Amaba a su público a lo lejos, distante; les decía hermosos en los shows, cuando los tenía a vallas de contención de distancia. Después, de cerca, en la calle, en un bar, se acorazaba atrás de una cara de ojete monumental y te sacaba cagando cuando le pedías una foto. Te decía: noooo, estirando esa letra «o» como si le estuvieras planteando una locura tipo salir a conquistar al mundo con un rastrojero. Así transitó el odio y el amor que le tuvieron: distanciado, muy cuidadoso de no mostrar la hilacha nunca. Como era de riguroso y correcto en las ediciones de todo lo que publicaba, también lo era con su imagen pública; me gusta creer, porque así puedo perdonarlo, que no podía hacer otra cosa, que no sabía manejar eso y que todo lo bien que escribía riffs de guitarra le pedía prestado energía a tratar bien a la gente. Así fue como el más prolijo de los rockers argentinos terminó dándosela contra la pared.
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Cerati fue el último aleteo de colibrí libertino que tuvimos, el último lujo que el rock de acá se pudo dar. De chico, en el colegio, unos amigos creían, intransigentes, que Rock era el rock chabón y nada más. Más bien: que si no suena como La Renga, si la batería está un poco mejor coordinada que eso, si la guitarra no te ciega el oído, a eso no le podés decir rock ¡Es tan feliz esa confusión! feliz porque exhibe completito el resquemor que dejamos avanzar en esos veintipico, treintipico de años de mano invisible discográfica. Nos muestra desnudos, dejándonos avasallar por la opinión bien formada, repetida, un poquito más monumental cada vez, que dice que el rockero cuadrado, mecánico y anclado en los 70 es menos chanta que DJ Deró.
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Tienen que saber algo: les van a mentir. Durante estos días la tele, la radio, todo lo audiovisual se va a llenar de referencias a Cerati y a su carrera y a su maratónica carrera y a su monumental carrera y a su importancia vital, y a su vital importancia y a lo bueno, bueno, bueno, bueno que fue, todo dicho por un montón de gente haciendo morro con la boquita, sufriendo impostados, llorando algunos, con ojitos tristes mirando a cámara como diciendo: pucha, qué pérdida; y los van a ver y tienen que creerme, por favor, créanme, que los van a escuchar y van a tener que hacer un esfuerzo por no sentir lo mismo, por no conmoverse, porque les van a poner videos de la mamá, y va a contar cuando Lidia Satragno les prestó el doberman para el videoclip de Dietético y van a escuchar la anécdota del Wincofon en el living y él haciendo de Elvis con la escoba como guitarra y se van a emocionar, pero por favor no pierdan la compostura para saber que todo eso es mentira, que toda esa tristeza, mal canalizada, no les pertenece. Que todas esas expresiones de admiración del rock sindicalizado son la envidia aliviada por no tenerlo más mostrándolos miserables al lado de él, mostrándolos vagos, pocos creativos y desprolijos. Que todos esos periodistas conmovidos son más bien la fuerza por no quedarse afuera de algo que pasa, son la fuerza de los que quieren pertenecer, como esos chicos que pegan fotos en el portón de un garaje en una calle mal iluminada de Villa Urquiza, la forma más enmascarada de decir que en vida nadie lo quiso, que era nuestro último paria, que morirse te hace más lindo, joven y talentoso; que llenar estadios no quiere decir que alguien te quiere. Así que por amor a la verdad, o por contreras, o por ese chico de quince años que fuimos en el 99 o en el 87 o en el 72, les pido por favor que por él, por el que escuchó una canción suya y pensó que estaba buena y nada más, que por amor a eso que fuimos y ya no somos más, no repitamos gansadas.
(fuente: bastiondigital)