¿AÑO NUEVO CHINO? NO, ES EL DÍA DEL ALMACENERO
¡FELICIDADES ALMACENEROS!
Los comerciantes con mayor visión o ambición de crecimiento económico, pronto ampliaron sus pequeños comercios o instalaron nuevos y más grandes locales. Los Almacenes de Ramos Generales, así luego llamados por la variedad de rubros comerciales que abarcaba, se convirtieron en verdaderos puntales de crecimiento de los pueblos.
El crédito a largo plazo en la compra de alimentos, herramientas, materiales de construcción, carruajes y maquinarias agrícolas, permitió al hombre de campo planificar su vida como productor rural. La condición de “ramos generales” reunía la satisfacción de cualquier necesidad, por lo tanto, abastecía a todas las capas sociales en un mismo marco comercial crediticio, y la relativa estabilidad económica de las primeras décadas del siglo XX, permitían al almacenero solvente manejar con comodidad los “fiados” hasta plazos de uno, dos y tres años; créditos éstos que bien aprovechado por los clientes, permitieron enfrentar con cierta previsión las inversiones en sus respectivas actividades.
En los almacenes de ramos generales se vendían –tan como si fueran los actuales hipermercados- desde alimentos en todas sus formas y de distintos orígenes de elaboración, hasta artículos de ferretería, talabartería, bazar, maquinarias agrícolas, materiales para la construcción, tienda e indumentaria, sulkys y carruajes, cristalería, librería, zapatería, armas, muebles, molinos de viento, tranqueras, bebederos y otros artículos para las actividades rurales y para el hogar. Casi todos contaban con despachos de bebidas al mostrador y algunos complementaban sus rubros con anexos de carnicería y/o panadería.
Las dimensiones de sus locales diferían de acuerdo al volumen del comercio y a los rubros que manejaba la casa. Algunos de estos almacenes se dedicaban no sólo a la venta de mercaderías de consumo local, sino que también comenzaron a comprar productos de la zona, iniciándose así como barraca de acopio de cueros, cereales y lanas con el fin comercial de intermediar en negocios de exportación.
En épocas en que los pequeños pueblos no contaban con entidades bancarias oficiales, y aún después, instaladas éstas, algunos almacenes oficiaban de casa de depósito y crédito de dinero para clientes, comerciantes y productores agropecuarios, donde el chacarero, el peón o el hombre de oficio –si era de confianza- podía resolver cuestiones financieras con la misma solvencia y tranquilidad que podía ofrecer la banca oficial o privada.
Esta actividad crediticia-financiera sirvió muchas veces para acrecentar el capital del almacenero, que en ocasiones terminó siendo propietario de campos y estancias, en otros casos, el mal manejo del capital o la excesiva confianza del depositario, sirvió para llevarlo a la quiebra, con la consecuente cesación de todas sus actividades comerciales.
Hasta casi mediados del siglo XX, la capacidad crediticia de muchos almacenes era tan sólida que trabajaban con “crédito a la cosecha” mediante la anotación en libretas “a terminada la esquila” o “a la venta de los capones o novillos”. Una vez por año muchos clientes saldaban cuentas y pagaban escrupulosamente los alimentos, las herramientas, la ropa y hasta el tabaco y las copas consumidas en tan extenso período.
Una vez al año, el buen cliente le pedía al almacenero que le “cierre las cuentas” y cumplido el pago, sin documento mediante y sin firma previa, se repetía el llenado del libro de cuenta corriente y la libreta control que quedaba en poder del cliente con la sola leyenda “Cuenta saldada”,
Así ligeramente, podemos decir que surgieron los almacenes de ramos generales; nacidos con las demandas de los vecinos, con el impulso del ferrocarril y por el instinto visionario, comercial y progresista de sus propietarios.
Características comunes en los edificios de almacén de principios del siglo XX
Imponentes, amplios; de construcción sólida pero sencilla y con las comodidades apropiadas para su actividad, fueron edificados .la mayoría- entre los años 1900 y 1920.
En áreas urbanas o rurales se construían –casi siempre- en una esquina, aprovechando de ese modo el frente a dos calles, y eso le hizo ganar denominación alternativa de “Esquina”, la que en algunas regiones de la provincia y del país era la utilizada casi en forma excluyente.
Un amplio local de ventas que ocupaba generalmente los dos laterales, aprovechando la esquina en ochava para el acceso principal al mismo. Uno de los laterales normalmente se prolongaba como depósito al que se accedía desde atrás del mostrador y, frecuentemente contaban con un gran portón de acceso que permitiera el ingreso de los carros que traían mercaderías para el corralón que estaba en los fondos.
Sus construcciones –de marcado estilo italiano- de líneas simples, estaban compuestas por paredes de ladrillo cocido de 30 cm por 15 cm por 5 cm asentados en barro amasado y pisado por caballos, llegando ellas hasta un espesor de 45 cm, elevadas sobre cimientos del mismo material de 60 cm de base.
Las paredes llegaban a una altura de 4,50 a 5,00 metros en la que se construía un cielorraso tipo bovedilla, de ladrillos tejuelas montados sobre una estructura de vigas de pino tea de 3 x 9 pulgadas y alfajías transversales de 1,5 x 3 pulgadas. Estos ladrillos, que dispuestos “de plano” o “de panza” sobre la estructura de madera formaban un techo aislante, eran unidos en su cara de arriba con una capa de barro, capa aislante que, junto con el ladrillo, aplacaría los rigores de las altas o bajas temperaturas que desde el exterior transmitiría el techado de chapas de zinc que era montado de una estructura de madera –cámara de aire mediante- sobre el cielorraso.
En algunas construcciones se ha encontrado por sobre esa capa aislante de barro y ladrillo, un techado de cerámica azotea, y recién sobre éste, el techado de zinc.
Por sobre la altura del techo, las paredes se prolongaban en sólidas cargas que terminaban con cornisas delicadamente ornamentadas con molduras, salientes y barandales con columnas o alabastros.
Los revoques interiores, -imprescindibles para la higiene y buena imagen del local- estaban hechos a la cal “apagada” y mezclada con polvo de ladrillo fino. Los exteriores se realizaban con arena fina, cemento blanco, cemento negro y cal apagada.
Ellos invariablemente eran tratados con verdadera maestría por los albañiles, ya que era la carta de presentación del constructor y motivo de orgullo de un oficio que en esa parte del edificio se convertía en arte. En cuanto a los materiales y proporciones a utilizar para los revoques de frentes, cada cual guardaba “la mejor fórmula” para lograr “el mejor frente”
Tanto las molduras, florones, listones, ménsulas, columnas o figuras, podían armarse o cortarse con los moldes o perfiles que disponía el constructor al efecto, o adquirirse en corralones mayoristas ya listos para pegar en los frentes.
Aunque muchísimos frentes se han perdido por demolición o refacciones, si en un simple trabajo de observación atendemos las partes altas de muchas construcciones en el centro de navarro (Pcia. de Buenos Aires), todavía nos asombrará la variedad, riqueza y belleza de estos frentes construidos por reconocidos albañiles navarrenses, tales como Pascual y Miguel Bertuche, Juan De Andrea y sus hijos, Carlos Lorenzo, Francisco Vinet, Isabelino Dirienzo o Lorenzo Ríos.
Los pisos podían ser construidos con ladrillo con su junta tomada, de mosaicos calcáreos o, como en la mayoría de los casos, piso de madera de pino tea machambrada sobre una estructura de vigas de madera sostenidas con pilares.
Este sistema de piso, sostenido por su estructura aérea, formaba una cámara-sótano entre la madera y el suelo, por la que circulaba el aire mediante “respiradores” que se comunicaban con el exterior. Los respiradores, amurados a la voluminosa pared, eran rejillas de hierro y generalmente tenían forma de espiral o rejilla cuadriculada. El aire circulante en esa cámara –por debajo del piso de madera- garantizaba la larga vida del maderamen al evitar la condensación de la humedad emanada de la tierra del estrecho sótano.
Las puertas y ventanas, altas y armónicas con las medidas del edificio, eran de nobles maderas y excelente factura, muchas veces construidas por las artesanales manos de carpinteros locales, (Luis Spinoso, Alfonso Stiévani, Vicente Feisca, entre otros), predominaban las puertas de doble hoja con banderola superior y protegidas por postigos exteriores, los que diariamente se sacaban a la hora de abrir el negocio y luego, a la hora de cierre se volvían a colocar mediante la sujeción con tuercas “mariposa”.
Los edificios más modernos se construyendo reemplazando ese sistema de cierre y protección de las aberturas por novedosas cortinas metálicas que verticalmente se levantaban por medio de un carretel horizontal que las enrollaba en el interior, por sobre el dintel de la abertura.
Los primeros almacenes no tenían vidrieras para exponer hacia el exterior sus productos o novedades, pero en los nuevos diseños de construcción, éstas pasaron a formar parte indispensable de la misma, para así exhibir productos y atraer a los clientes que transitaban por la vereda.
La mayoría de estos locales estaban construidos sobre amplísimos terrenos y contaban en sus fondos con caballerizas para resguardo de sus caballos y carruajes de reparto. Algunos almacenes tenían sótanos donde permanecían frescos los vinos, cervezas, vinagres y otras mercaderías envasadas que requerían de un ambiente especial.
En el frente del edificio, en el borde externo de las veredas, invariablemente, se enterraban los palenques para la sujeción de caballos de andar o de los carros y carruajes que llegaban al negocio; estos estaban hechos con gruesos palos de madera dura enterrados en forma vertical, y separados por varios metros uno de otro. En su parte superior, esos postes eran unidos horizontalmente por otro palo, hierro o una cadena de buen grosor, a una altura adecuada para en ellos atar las riendas.
Con la construcción del pavimento urbano, estos palenques fueron removidos junto a las viejas y angostas veredas, ya que estaban enterrados al borde de ellas; entonces, aquellos antiguos postes fueron reemplazados por albadas de hierro, que amuradas al cordón de la nueva vereda se colocaron a pedido del comerciante en el momento de la construcción del mismo.
Muchas de estas aldabas aún permanecen en su sitio, fijadas en su cordón ya hace setenta años, y aunque su función práctica haya terminado hace décadas, bien nos sirven hoy de referencia para ubicar algún viejo comercio desaparecido por la piqueta.
Y los almacenes, como el pueblo, fueron adaptándose lentamente a los beneficios que paulatinamente iba entregando el progreso.
En los primeros tiempos se proveían de agua mediante la extracción del pozo o jagüel, utilizando también para la elaboración de bebidas o refrescos el agua de lluvia recogida y acumulada en el aljibe. Luego se instalaron las bombas de extracción manual, y ya más avanzado el tiempo, los de mayor poder económico instalaron el molino de viento que bombeaba agua a su tanque depósito, logrando así, por medio de cañerías, la comodidad de la distribución del vital líquido en distintas dependencias del comercio y de la vivienda.
En cuanto al mobiliario, también abordaremos generalidades, que, aunque parezca una obviedad, creemos oportuno dejarlas escritas para que sirvan a contribuir a la imagen integral del comercio que nos ocupa.
El cliente estaba separado del almacenero y de la mercadería por medio del mostrador; generalmente este mueble acompañaba en toda su extensión a la forma del local, pudiendo estar de pared a pared o adoptar el ángulo de esquina que pudiera tener el salón de ventas. Sobre el mostrador, en la parte de almacén propiamente dicho, se posaba la balanza de dos platos que con un juego de pesas de varios gramajes servía para la venta de mercadería “al peso”.
En el despacho de bebidas, el mostrador se cubría con una chapa o “estaño”, para facilitar la limpieza de líquidos y/o bebidas que quedaban sobre él. En esa parte “de estaño”, normalmente existía una piletita con una alta canilla para el lavado de copas y vasos, o en su defecto una bomba manual para agua y su pileta con salida de líquidos a la zanja de la calle.
Casi todos los relatos destacan la existencia, sobre los mostradores, de alguna vitrina en la que se exhibían golosinas –de las que no había gran variedad-, y las infaltables campanas de vidrio para protección de los quesos junto a una vitrina fiambrera con aberturas de ventilación cubiertas con alambre “mosquitero”. Junto a éstas, las carameleras de vidrio –frascos individuales o baterías de seis, ocho o diez frascos con tapas, montados uno sobre otros-, servían para la exposición de algunas variedades de caramelos y pastillas.
Detrás del mostrador, las altas estanterías de madera llegaban hasta el techo y cubrían totalmente las paredes; algunas eran embellecidas en sus bordes con adornos y cornisas talladas de madera o con vistosos volados de papel calado. Algunos almacenes tenían -incorporados a esa estantería-, anaqueles y/o cajones con frentes vidriados, los que servían para la preservación de fideos sueltos u otras mercaderías que se querían proteger del polvillo, de las moscas o de la humedad.
En la parte baja de la estantería –casi con la misma altura del mostrador- se situaban los grandes cajones (con tapas planas inclinadas o convexas) donde se depositaban –sin envase- azúcar (en terrón), yerba, lentejas, porotos, cascarilla de cacao, arroz, y fideos para sopa, productos éstos que al momento de la venta eran extraídos con grandes cucharas y vendidos “al peso” con la balanza de dos platos.
Del otro lado del mostrador –donde estaban los clientes-, sólo alguna vitrina y mercadería de gran volumen, además de prendas de talabartería, herrería, ferretería, herramientas, elementos para las tareas rurales o maquinarias.
En el despacho de bebidas, algún banco pequeño o banqueta para uso de los consumidores, completaba el sencillo mobiliario.
Aromas de almacén
Entrás por la puerta grande, que está justito en la ochava,
los pisos de pino tea y las paredes blanqueadas.
Estantes abarrotados, mercadería ordenada…
y el aroma de almacén, que no se iguala con nada.
Con perfume a café suelto el ambiente está impregnado,
fundido a los del cuero, de los aperos colgados.
La pimienta, el querosén, el alcohol y los cigarros…
aromas del almacén, confundidos y sumados.
Te recibe el mostrador. Largo… madera lustrada.
Arriba todo limpieza, pulido por la fregada
y abajo, cerca del piso, los gauchos dejaron marcas…
entre las copas y cuentos, con sus botas embarradas.
La balanza de dos platos, con vidrio estaba encerrada;
dulces, quesos, masas, yerba… y azúcar aterronada…
Una hilerita de pesas, de bronce y bien lustradas
servían para la venta, de mercancías pesadas.
“Ferretería” insinúan sogas, alambres, campanas…
Las cadenas arrolladas del carretel con manija,
la cajita de las lijas y la capota encerada.
Martillos bola, cuchillas, tenazas y las rondanas.
Los fuentones, las romanas, alpargatas y encerados…
un muestrario de candados… las lonas…, y de esterilla,
“comprelá y sientesé usted”… colgando de la pared
un sillón para hamacarse, seis banquitos y seis sillas.
El almacenero ahorra, raspando de los cajones
los fideos, las lentejas y el azúcar en terrones…
Y si le falta la yapa, hay un pibe que se queja…
mientras le anotan la cuenta, con el lápiz de la oreja.
Cinchas, pecheras, silletas. Para lecheros… hay tarros:
las riendas están arriba, atadas de una ganchera
colgada de otro tirante con estribos y anteojeras…
y cerquita… en un estante.. hay grasa para los carros.
La gomina, el almidón, la peineta y las ventosas…
junto a jarras y pocillos… y a la sopera de loza.
Y los jarritos del mate, con sus bombillas al lado
al borde de los estantes, de unos clavitos colgados…
Las escobas, los plumeros, franelas y la “acaruina”
las máquinas de afeitar, jabón “de olor” y “lavar”
para “blanquear”, lavandina. La crema para ordeñar…
almidón para planchar y al pelo “la brillantina”.
Entrás por la puerta grande, que está justito en la ochava.
los pisos de pino tea y las paredes blanqueadas.
Estantes abarrotados, mercadería ordenada…
y el aroma de almacén, que no se iguala con nada.
fuentes:
www.revisionistas.com.ar
Lambert, Raúl O. – “Andate hasta el Almacén”, Recuerdos prestados – Buenos Aires (2004).